Desde los años sesenta setenta, cuando las avalanchas de europeos comenzaron a inundar, primero Italia y posteriormente España, se creo una nueva cultura de masas: los viajes vacacionales. Los españoles, rezagados, entramos en esa vorágine más tarde.
Las vacaciones veraniegas, desde entonces, dejaron de ser unos días de descanso al sol para convertirse en una época de fatigas, creciendo alocadamente el interés por visitar lugares lo más lejanos y exóticos. Además, había que aprovechar el tiempo al máximo y en pocos días visitar una amplia región. Resultado: una empanada mental confundiendo al regreso nombres y lugares... y un cansancio que en Navidades todavía quedaban secuelas y agujetas por todo el cuerpo.
A primera vista parece normal ese deseo de conocer, muy natural en el hombre, pero esos viajes pronto demostraron que esas fugaces visitas enseñaban bien poco. Y lo más curioso es que con el paso del tiempo todo se resumía en decir "he estado allí". Sin más.
Siendo lo peor que por querer conocer lo más lejano hemos descuidado conocer lo propio, lo cercano, lo autóctono. ¡Con la riqueza histórica que nos avala, que levantas una piedra y salen tres mil años de antigüedad!
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