Supongo que no seré el único
y que muchos otros se habrán planteado las mismas preguntas que me planteo yo sobre
lo que desconocemos.
Resulta que, a veces, miramos
a nuestro alrededor y observamos a vecinos, conocidos, compañeros de trabajo, gente,
en suma, con quien tratamos a diario o casi, y nos preguntamos: ¿cuántas
lagunas de desconocimiento les acompañan?
Porque, en realidad, se
puede vivir muy bien, por ejemplo, sin saber hacer una raíz cuadrada.
Naturalmente podemos
invertir la pregunta. ¿Cuánta de esa misma gente con la que tratamos diariamente
posee amplísimos conocimientos de materias de las que no tenemos ni idea?
O sea, que conocemos muy
poco de nuestro prójimo, y aun así, nos apresuramos a ubicar a la gente en un
escalón determinado de esa escalera imaginaria que parte desde nuestra
perspectiva. Y lo hacemos guiados por signos externos que muchas veces nos
llevan a estrellarnos estrepitosamente.
Probablemente tendemos a
posicionar a los demás por la simple razón de saber dónde estamos nosotros.
Las apariencias, sin apenas
haber cruzado más de diez palabras con esa persona en cuestión, estimulan a
formarnos una imagen, con el riesgo, claro está, que si la casualidad nos lo
permite y un día tenemos ocasión de escuchar sus opiniones, es posible que nos
caigamos de espaldas.
Puedo imaginarme que también
usted haya tenido la experiencia de haberse cruzado a menudo con un vecino en
el ascensor, muy atento, educado, prudente, y de repente encontrárselo en una
reunión, oírle hablar y resultar un patán.
O totalmente lo contrario.
Ese chico del barrio, con pendientes, siempre con pantalones rotos, descuidado,
y un día se topa usted con su fotografía en el periódico local con el titular
que le anuncia como primer violín de la orquesta municipal.
Con todo, es bien cierto que
desconocemos más que sabemos, cuestión por lo demás natural, simplemente porque
es imposible abarcar todos los campos ni siquiera superficialmente.
Y está bien que asumamos con
humildad esta realidad: no podemos saber de todo. Pero los hay que se acogen
con fuerza a este principio y, dejándose llevar de la comodidad, se abandonan a
la indolencia y viven la mar de a gusto en la ignorancia.
En otras épocas, cuando el
conocimiento era un trampolín para situarse en la sociedad, el afanarse por
adquirir conocimientos era primordial, pero eso ha cambiado. Actualmente, las
muestras que tienen a su alcance los jóvenes no siempre son un ejemplo a
seguir.
Por lo demás, cada cual
puede emplear su tiempo leyendo, jugando con la pelota o mirando cómo pasan las
nubes, faltaría más.
Pero, cuando alguien que ha
preferido el camino cómodo, sin esfuerzo y no sabe hacer la o ni con un canuto,
debería prescindir de aspirar a un puesto en la administración del estado, en
cualesquiera de sus variantes, porque es muy posible que no esté en condiciones
de administrar adecuadamente los dineros de los impuestos. De los impuestos de
todos, también los suyos y los míos.