Una vez más nos encontramos en el
verano de noches de calor sofocante, cuando ir a la cama es un suplicio, y para
levantarnos por las mañanas nos cuesta un esfuerzo casi sobrehumano. Pero nos
lo exige el trabajo, esa obligación que nos hemos creado bajo el título de
sentido de responsabilidad.
No todos, pero la gran mayoría
llevamos la responsabilidad inoculada en el cuerpo.
Pero algunos trazos de esperanza nos ayudan
a soportar el sacrificio, por ejemplo, las vacaciones estivales que ya están al
alcance da la mano.
Es un mes entero dedicado a la
holganza; que antes solo eran quince días; y mucho antes solo una semana. Y no
hace tanto, pero antes de todo eso, nada.
En la actualidad muchos prefieren disfrutar ese tiempo de
descanso repartido en diversas épocas del año: Navidades, Pascuas, y la mayor
parte, naturalmente para el verano.
Tiempo para viajar.
Antes de las
vacaciones de quince días, y antes también de las de una semana, los trabajadores
reivindicaban unos días de vacaciones al año para el descanso. El trabajo, más
duro entonces que ahora, lo requería.
La lucha para conseguir ese mes
de vacaciones que disfrutamos ahora cada año fue larga y no fácil, y una
vez conseguido, la gente pronto se percató que treinta días era mucho tiempo
para pasarlo sin hacer nada. Y descubrió el encanto de viajar. Eso tan antiguo como es desplazarse de un lugar a
otro, que hasta entonces el motivo era casi exclusivamente emigrar, buscar el
lugar donde para vivir uno no tuviera que estar muriéndose poco a poco por
desnutrición, o simplemente por discrepar de la autoridad.
Viajar por placer era un
privilegio que solo lo conocían unos pocos.
Y eso cambió, ¡y cómo! Si
recordamos, en la época de la reconstrucción de Europa, allá por los años
cincuenta, más en los sesenta, llegado el verano, las carreteras que cruzan el
continente de norte a sur se convertían en ríos de coches corriendo en busca
del sol, la playa y el buen tiempo. La época que prometía progreso y bienestar.
En España, ese afán de viajar
durante las vacaciones llegó algo más tarde, como casi todo. Cierto que cuando
comenzamos a viajar, buscar el buen tiempo no era el motivo para nosotros, de
eso teníamos mucho, sino conocer, ver algo nuevo.
Y durante años las agencias de
viajes no daban abasto a la demanda, que era variopinta; ningún rincón del
mundo quedó inexplorado por recóndito que estuviera, de donde la gente, por
cierto, regresaba más cansada que antes de partir.
Es cierto que el trabajo entonces
ya no era tan duro como antes, y tal vez por eso, muchos aprovechaban las
vacaciones para buscar deportes de riesgo, de cansancio. Las reivindicaciones
de antaño, claro está, dejaron de tener sentido.
Con la dichosa crisis, la gente
viaja menos ahora, pero aquellos que viajaron tienen sus recuerdos distorsionados, como suele suceder, y atrevidos; hasta se oye decir que conocen
La Habana, por ejemplo, por una semana que disfrutaron de sus magníficas
playas. O que conocen Nueva York, por un viaje de fin de semana que hicieron. Y
lo más audaz que se escucha es cuando alguien asegura conocer el carácter de,
por ejemplo, los austriacos, porque pasó quince días en Salzburgo.
Mucha gente sabe hoy algo más de
algunos lugares que tiempo atrás, aunque en realidad solo cree saber. Haber
estado allí, aunque solo de paso, le da derecho a creerlo.
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