Buscar este blog

martes, 23 de julio de 2013

LO QUE VALE NUESTRA OPINIÓN por Salvador Moret

En España tenemos la costumbre, la mala costumbre, de precipitarnos a la hora de juzgar. Y lo peor es que lo hacemos dejándonos llevar de las simpatías o ausencia de ellas. O simplemente porque alguien que no nos cae bien opina lo contrario. ¡Cómo voy a estar de acuerdo con ese indeseable!
Y, naturalmente, de inmediato encontramos un sinfín de motivos que justifican nuestra posición, contraria a la de ese berzotas y los que le acompañan, por supuesto.
Es cierto que esa mala costumbre de juzgar precipitadamente y sin pruebas no es exclusividad nuestra, pero ya lo dice ese refrán tan sabio y del que deberíamos aprender a ser más prudentes, “en todos los países cuecen habas, y en el mío a calderadas”.
Pues eso.
Es muy frecuente en nosotros apresurarnos a emitir un veredicto sin dar una oportunidad a la sensatez. A menudo no reflexionamos de un modo objetivo las conductas o los actos de los demás antes de expresar nuestra opinión y, sin más, allá va, soltamos nuestro parecer y, sin tener en cuenta las consecuencias, nos quedamos más anchos que altos.
Y a continuación sale lo más característico, porque una vez pronunciada la primera expresión, nos posicionamos ante los hechos de forma dramática y pase lo que pase ya nadie nos hará retroceder. Y si por aquello de la casualidad surgiesen indicios de que pudiéramos estar equivocados, nosotros seguiremos erre que erre, y encontraremos argumentos y justificaciones que, aun siendo ridículas, excusaremos con tal de no volver sobre nuestros pasos. Cualquier cosa antes que aceptar que los demás pudieran tener razón.
No es extraño, pues, que vivamos en continuo enfrentamiento, porque dar un paso atrás y reconocer nuestro posible error nos lo tomamos como afrenta, como vergüenza, como el honor perdido, como falta de hidalguía, y cosas ridículas de ese estilo.
Y si llega el caso, que sucede, que los jueces emiten un veredicto opuesto al nuestro, antes que aceptarlo como bueno nos sentiremos defraudados por la justicia, y acto seguido, muy ofendidos saldremos a proclamar a los cuatro vientos que los jueces son injustos, que están comprados, que son enchufados y que solo hacen lo que les dictan, y así una sarta de calificaciones a cada cual peor, todo para que nuestra opinión no desmerezca.
No es extraño que fuera de España nos consideren orgullosos, y no siempre en el mejor de los sentidos. A nosotros, que no valoramos igual el calificativo, nos ciega la vanidad y nos sentimos muy orgullosos de esa singularidad. Faltaría más.
Ya dejó constancia de ello Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna, a principios del siglo XV, cuando el gran cisma de occidente, que se mantuvo en sus trece sin dar un paso atrás. Y bien que lo defienden y ensalzan todavía hoy muchos de nuestro entorno.

O sea, que nuestro proceder no es novedoso, sino que nos viene de cuna, y no falta quien asegura, indudablemente los de afuera, esos que no nos quieren bien, que eso de empecinarnos en nuestra opinión aunque sea equivocada, es la muestra más absurda de orgullo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario