En España tenemos la
costumbre, la mala costumbre, de precipitarnos a la hora de juzgar. Y lo peor
es que lo hacemos dejándonos llevar de las simpatías o ausencia de ellas. O
simplemente porque alguien que no nos cae bien opina lo contrario. ¡Cómo voy a
estar de acuerdo con ese indeseable!
Y, naturalmente, de
inmediato encontramos un sinfín de motivos que justifican nuestra posición,
contraria a la de ese berzotas y los que le acompañan, por supuesto.
Es cierto que esa mala
costumbre de juzgar precipitadamente y sin pruebas no es exclusividad nuestra,
pero ya lo dice ese refrán tan sabio y del que deberíamos aprender a ser más
prudentes, “en todos los países cuecen habas, y en el mío a calderadas”.
Pues eso.
Es muy frecuente en nosotros
apresurarnos a emitir un veredicto sin dar una oportunidad a la sensatez. A
menudo no reflexionamos de un modo objetivo las conductas o los actos de los
demás antes de expresar nuestra opinión y, sin más, allá va, soltamos nuestro
parecer y, sin tener en cuenta las consecuencias, nos quedamos más anchos que
altos.
Y a continuación sale lo más
característico, porque una vez pronunciada la primera expresión, nos posicionamos
ante los hechos de forma dramática y pase lo que pase ya nadie nos hará
retroceder. Y si por aquello de la casualidad surgiesen indicios de que pudiéramos
estar equivocados, nosotros seguiremos erre que erre, y encontraremos argumentos
y justificaciones que, aun siendo ridículas, excusaremos con tal de no volver
sobre nuestros pasos. Cualquier cosa antes que aceptar que los demás pudieran
tener razón.
No es extraño, pues, que vivamos
en continuo enfrentamiento, porque dar un paso atrás y reconocer nuestro
posible error nos lo tomamos como afrenta, como vergüenza, como el honor
perdido, como falta de hidalguía, y cosas ridículas de ese estilo.
Y si llega el caso, que
sucede, que los jueces emiten un veredicto opuesto al nuestro, antes que
aceptarlo como bueno nos sentiremos defraudados por la justicia, y acto
seguido, muy ofendidos saldremos a proclamar a los cuatro vientos que los
jueces son injustos, que están comprados, que son enchufados y que solo hacen
lo que les dictan, y así una sarta de calificaciones a cada cual peor, todo para
que nuestra opinión no desmerezca.
No es extraño que fuera de
España nos consideren orgullosos, y no siempre en el mejor de los sentidos. A nosotros,
que no valoramos igual el calificativo, nos ciega la vanidad y nos sentimos muy
orgullosos de esa singularidad. Faltaría más.
Ya dejó constancia de ello Benedicto
XIII, más conocido como el Papa Luna, a principios del siglo XV, cuando el gran
cisma de occidente, que se mantuvo en sus trece sin dar un paso atrás. Y bien
que lo defienden y ensalzan todavía hoy muchos de nuestro entorno.
O sea, que nuestro proceder
no es novedoso, sino que nos viene de cuna, y no falta quien asegura,
indudablemente los de afuera, esos que no nos quieren bien, que eso de
empecinarnos en nuestra opinión aunque sea equivocada, es la muestra más
absurda de orgullo.
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