Hace muchos años oí decir que
para ser feliz había que ser muy ignorante; cuanto más ignorante mayor
felicidad. Me pareció una salvajada, y durante mucho tiempo siguió
pareciéndomelo.
Sigo pensando igual, aunque
a veces me pregunto si aquel que dijo aquella barbaridad pensaba lo mismo que esa
gente que hoy se empeñada en confirmar tal aserto, a saber: que estar al
corriente de los acontecimientos es estar abocado a la depresión.
Algunos aseguran que escuchar
las noticias les arrastra a ese estado de ánimo del que ha desaparecido toda
esperanza de sentirse medianamente contento.
No pongo en duda esas malas
noticias que nos traen a diario los profesionales de la información, pero el
raciocinio me dice que, además, deben suceder otros muchos acontecimientos que aporten
confianza y que estimulen al ciudadano a ilusionarse por un futuro menos
agobiante.
Tal vez todo sea cuestión de
rentabilidad, es decir, que las buenas noticias no vendan y haya que hacer uso
de las otras, y precisamente por eso, el periodista de hoy en día, en vez de
buscar el lado positivo de la noticia, recurre al pavor. O a lo peor es que no
sabe más que alarmar, embadurnar la noticia con colores chillones y hacer uso
de esas expresiones que asustan, principalmente en los titulares, que es a lo
máximo que alcanzan a leer los más exaltados.
Porque, en la era de la
precipitación no hay tiempo para pararse en minucias. Uno lee el titular y
considera que ya está al corriente del tema. Además, no se puede entretener,
porque no tendría tiempo para leer los otros veinticinco titulares que siguen a
continuación.
Lo curioso es que si al
lector un día se le ocurre adentrarse en la noticia, rápidamente se percata que
la alarma que le suscitó el título se reduce a bien poco, casi a la nada, y eso
le produce decepción. Pero, entonces ya es tarde, porque el objetivo del
periódico o del periodista se ha conseguido, que no era otro que contar con un
cliente más.
Conozco gente que devora
periódicos, titulares, debiera matizar, y les veo siempre atemorizados, prestos
a transmitirme la última mala noticia con ademanes y contorsiones derrotistas. Ha
sido hoy así; también ayer y, por supuesto, también la semana pasada. El
recelo, la sospecha, la desconfianza y el temor es su estado natural. Viven en
un estado de alarma continuo. Y para mi desgracia, quieren hacerme partícipe de
ella.
Lo cierto es que pocas veces he visto alegría
en el semblante de estos tipos; la tristeza les acompaña a todos los lugares.
Me he encontrado a alguno en la playa, de vacaciones, y le ha faltado el tiempo
para venir a contarme, con el periódico en la mano, faltaría más, las últimas
novedades. Nefastas, naturalmente.
Llevan la bandera de la tragedia como emblema,
y por mucho que intento alejarme de ellos, no lo consigo, porque me persiguen
allá donde saben que me encuentran.
Seguramente es mi error,
porque al contrario de escucharles prudentemente, debería darles una brusca
respuesta y así, con un exabrupto, por fin quitármelos de encima.
La vida, que puede ser un
encanto, acaba siendo lo que nosotros hacemos de ella, por eso yo no pretendo
ser feliz por desconocimiento, sino prefiero ser moderadamente infeliz con
algún conocimiento.
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