Haber vivido durante muchos años en otro país al de origen, permite
a uno hacer comparaciones cuyos resultados a menudo resultan curiosos, que sin
que sea bueno ni malo, unas veces provocan el orgullo y otras la envidia.
En España he oído decir a menudo que algo tendremos los
españoles de bueno para que tantos extranjeros nos visiten cada año, y que
muchos de ellos se queden. Y se olvidan mis compatriotas que muchos de los que
se quedan viven en sus círculos privados, bien sean pensionistas o los que
vienen buscando un puesto de trabajo.
Tanto unos como otros tienen sus colonias, sus periódicos,
sus tiendas. Y se relacionan poco o nada con los lugareños.
Igual que los españoles cuando emigraban en masa. He
conocido a centenares de españoles que después de llevar muchos años en el país
de acogida, apenas podían entenderse con los habitantes del lugar. Y es que no
tenían voluntad, ni tampoco necesidad de esforzarse para aprender el idioma,
porque su vida, más allá del trabajo, transcurría entre los suyos. Ellos
también tenían sus tiendas, escuchaban emisoras de radio españolas y seguían
sus costumbres de origen.
Esto era así porque el motivo de la emigración era cuestión
económica, solo económica, como lo es para la mayoría de los que llegan aquí.
Es cierto que actualmente, para muchos de esos pensionistas
que se han asentado por nuestras costas mediterráneas, la parte económica ya no
representa la ventaja que significó años atrás. España ha encarecido y las
pensiones se han equilibrado bastante entre los países. Pero, en gran medida, para
ellos lo seductor es el benigno clima mediterráneo y la gran cantidad de días
al año que luce el sol. Hay que haber vivido muchos años en países
septentrionales para saber lo que significan los largos y fríos inviernos con ausencia
de sol durante días y semanas enteras.
Y para los que vienen buscando un puesto de trabajo se les
abre el cielo cuando lo encuentran, porque por mucho que nosotros nos quejemos
de nuestras miserias, para ellos vivimos como ricos. O sea, las diferencias de
lo que encuentran aquí y lo que tienen en sus lugares de origen, sean éstas sociales,
económicas o políticas, son abismales.
Sin embargo, hay un aspecto de comportamiento que tal vez
nosotros seamos un caso especial, y que no es otro que el masoquismo. Es decir,
la perversión con que tratamos lo nuestro.
Y no es solo consecuencia de los separatismos. España no es
el único país con regiones que aspiran a separarse. Otros países tienen también
que bregar con regiones que buscan lo mismo.
Lo que nos sucede a nosotros lo llevamos en la sangre desde
muchas generaciones. Los españoles, desde siempre, vivimos enfrentados; de una
parte monarquías, clero, militares, o sea la clase dominante que, no lo
olvidemos, siempre ha vivido a su aire, y de otra los vasallos, agricultores y
artesanos.
Hoy, que creemos que vivimos en democracia, ya no son la
monarquía, el clero o los militares las clases dominantes, pero ¡qué importa!,
otros han ocupado su puesto que, para no variar, siguen viviendo a su aire.
No es extraño, pues, que la gente viva en constante enfado con
las instituciones. Más exactamente, la mitad nunca estará dispuesta a aceptar
como buena ninguna iniciativa del gobierno, y la otra mitad tal vez ponga mala
cara, pero callará.
Nadie nos ha enseñado nunca a querer a nuestros dirigentes,
o al menos a respetarlos. Lo triste es que tampoco ellos lo han intentado, y origina
envidia ver que en otros países, la gente, que también critica a sus
gobernantes, suele ser más tolerante con ellos. Y sobre todo, no se hiere en
sus propias carnes.
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