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sábado, 29 de junio de 2013

CONVICCIONES TARDÍAS por Salvador Moret

Comienza a hablarse en voz alta sobre el triste futuro que nos espera.
En realidad, no lo expresan así; solo lo presentan como el fin del estado de bienestar, y para más detalles añaden que éste fracasará como fracasó el comunismo.
A buenas horas mangas verdes.
Estas preocupaciones, obviamente, a más de la mitad de la población mundial no les afecta, porque el estado de bienestar todavía les queda lejos. Estos desahuciados de la fortuna, ¿habrán oído alguna vez en su vida la expresión bienestar? Cómo será de amarga para ellos la cuestión que muchos que viven en medio de ese estado tan extraordinario del bienestar, tampoco lo disfrutan.
Pues, sí, estoy de acuerdo en que el estado de bienestar fracasará. O dicho más exacto: ha fracasado. Lo que ahora estamos viviendo son los efectos de la inercia, cuyos coletazos todavía pueden durar algunos años.
Y no es difícil imaginarse las causas del ocaso al que nos acercamos. Solo tenemos que mirar a la clase dirigente que nos rodea. Y sus aspiraciones. Perdonables porque son humanas. Lo que no es perdonable es que nos mientan y nos digan lo que no sienten.
Una de estas aspiraciones, muy humana, pero no con el mismo grado de intensidad para todos, es el deseo de vivir mejor que el vecino. Y en los casos más recalcitrantes, vivir a costa del vecino.
Claro que eso, aunque muchos lo deseemos, no todos podemos llevarlo a cabo. Por respeto, unos, y otros porque no tienen ocasión. Pero, aquellos que lo desean, su respeto es escaso, o nulo, y tienen ocasión, ¡ay!, para ellos todo el monte es orégano.
¿Qué pasó con el comunismo? Esa doctrina tan maravillosa que exige que la tierra debe ser para el que la trabaja; que asegura que todos somos iguales; que castiga la evolución armamentista. Pues, que con el paso de los años, unos vivían mejor que otros. O algo peor, que unos vivían a cuerpo de rey y otros en la miseria.
Tuve ocasión de conocer aspectos del comunismo en primera persona, y me pareció deplorable. Acababa el invierno del año 1962 cuando decidí visitar algunos países del Este. En la embajada de Checoeslovaquia en Viena sufrí la inoperancia de los funcionarios: todo un día para conseguir un visado que no permitía salirme un ápice de la ruta asignada. Después, tanto en Praga como en Alemania Oriental, Berlín y demás lugares que visité, todo lo que tenía que ver con los funcionarios era de una ineficacia pasmosa. Lo peor, las diferencias sociales entre los funcionarios y la clase obrera. O sea, el resto.
Posteriormente, Europa comenzó a conocer el bienestar. Era una época de ilusión, la gente veía un porvenir fascinante al alcance de la mano, y una gran mayoría se daba por contenta con un puesto de trabajo y un salario digno que le permitiera ir mejorando.
Pero los más vivos no se conformaban con ir mejorando poco a poco. La escalera era para otros. Ellos preferían el ascensor. Y así fue creándose la clase de élite, la que nos dirige, es decir, los políticos.
Con los años, al igual que con el comunismo, la brecha abierta entre los funcionarios y los otros, o sea, usted y yo, que como simples mortales nos hemos quedado como carne de cañón, es abismal. La caída moral de aquellos que, se supone, deberían ser ejemplo para los demás, apenas puede descender más, ¿quién duda, pues, del fin del estado de bienestar?
Los políticos, desde luego, no. Por eso se afanan en amasar millones.


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