A punto de terminar el curso, miro atrás y lo primero que
llama mi atención son los platos de una balanza descaradamente desequilibrada hacia
el lado positivo.
Intento buscar inconvenientes y, nada, ni uno solo, si
acaso alguna pequeña fruslería sin importancia.
Desgrano los aspectos gratos y, como son tantos, me
limitaré a enumerar dos; uno de tipo humano y el otro… pues, eso, de
literatura.
Respecto al de tipo humano simplemente quiero decir que
una vez más he tenido suerte con el profesor y los compañeros de clase, cuyos
comentarios sobre los ejercicios leídos durante el curso siempre me han ayudado
a reflexionar y comprender.
En cuanto a la literatura he aprendido cuán importante es
elegir la palabra correcta para cada ocasión.
Así, a primer golpe, esto último tal vez se considere
algo simple; algo que por sabido no se menciona, pero he podido comprobar que
no es tan sencillo como parece.
A menudo he observado que al leer una reflexión o una
pequeña historia, no se ha entendido con exactitud la intención del escritor, y
esto ha quedado demostrado con las dispares interpretaciones que se han vertido
a continuación. Y hasta ha habido casos, cuya historia ha sido mal interpretada.
Es cierto que estos deslices suceden también en el
lenguaje hablado, pero cuando eso ocurre nos apresuramos a rectificar, y nuevas
expresiones, acompañadas con gestos significativos, ayudan a purificar nuestras
intenciones. Y aun así, no siempre conseguimos que se nos entienda.
Esta dificultad se agudiza cuando escribimos, porque
entonces no podemos contar con la ayuda de los gestos, como tampoco podemos
recurrir a la aclaración. En el lenguaje escrito han de ser las palabras, las
correctas, las exactas, si queremos que el lector comprenda nuestro
pensamiento.
Nada que atribuirle al lector, sino que es el escritor
quien debe pulir el sentido de lo que quiere transmitir.
Una enseñanza ésta, elemental, y no por eso menos
importante, que intento tener presente cada vez que me pongo a teclear ante el
ordenador
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