Se habla mucho actualmente sobre la raquítica calidad de
los universitarios. Hasta se dice que somos el país donde mayor es el tráfico
de titulaciones ilegales. Personalmente pienso que esto último es un poco
exagerado, pero después de ver tanto desmadre, no me atrevería a asegurar que
no sea así.
Y es que, según aseguran personas cercanas a esos
círculos, el reparto de titulaciones universitarias fraudulentas, en España se
ejerce con suma frecuencia y con excesiva facilidad.
No sé por qué se rasgan las vestiduras esos personajes
que, entre lloro y queja, lo denuncian como si les viniera de nuevas. Eso del
soborno psicológico, más popular conocido como arrimarse a gente con
influencia, es un rasgo muy antiguo y típico nuestro. Es decir, son cosas que vienen
de lejos.
En los años cincuenta, y posiblemente ya en los cuarenta
del siglo pasado, era muy frecuente acudir a las “amistades” a pedir un favor
para el chico.
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Tú que tienes
amistad con Don Joaquín, podrías decirle que tenga consideración con Pepito. El
niño estudia mucho, pero con una ayudita, a lo mejor podría alcanzar hasta un
notable alto.
Y ya sabemos, favores con favores se pagan.
Esas súplicas de recomendaciones; ese recurrir a las
influencias; esa petición de favores; esa búsqueda constante de enchufes, se
instalaron entre nosotros con facilidad pasmosa. Y crecieron. Y se ampliaron a
los más diversos aspectos de la sociedad.
Las buenas relaciones entre los hombres son siempre
convenientes, quién lo duda, pero llevadas al extremo pervierten.
El grado de corrupción que anida en nuestra clase política
no ha llegado a nosotros de la nada. Tiene su origen en ese tipo de
insignificantes deslices que, como ya sabemos, acaban con esa descomposición
que tenemos instalada en nuestras clases de élite.
Y ciñéndonos a la cuestión universitaria, eso de
arrimarse a las “amistades”, junto a esa permisividad de repetir cursos con
tanta manga ancha, sin ningún género de dudas nos ha llevado a una calidad
universitaria deplorable.
Seguramente usted también conoce algún caso como el joven
que se inició en medicina cuando aun no tenía veintidós años y terminó la
carrera con treinta y siete. Sin que hubiera interrumpido los estudios por motivos
enfermedad, trabajo o cualquier otra causa, sino simplemente porque el sistema
le permitía repetir, aplazar, saltarse asignaturas y, entretanto, vivir
cómodamente.
O también es posible que haya oído hablar del hijo de
algún vecino o conocido, o tal vez en su propia familia que, por ejemplo, con
el título de óptico en el bolsillo, se haya visto obligado a trabajar gratis
algunos meses, o años, en un dispensario de óptica para aprender su profesión.
Es cierto que una gran mayoría de estudiantes no se
encuadra en este esquema, pero lamentablemente, por pocos que sean los que sí
responden a él, son demasiados.
Una sociedad excesivamente permisiva conlleva una
universidad poco rigurosa, que a su vez nos ofrecerá para el futuro una clase
dirigente escasa, o tal vez carente, de principios morales.
Lamentable, pero conocemos la historia.
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