Actualmente la industria farmacéutica está en auge. Bueno, tal vez
siempre lo estuvo, aunque dudo que tanto como ahora.
El estado del bienestar trajo de la mano enfermedades crónicas.
Enfermedades que ya estaban ahí, claro, pero enmascaradas, o escondidas, a la
espera de que unos altruistas se pusieran a trabajar para que las esperanzas de
vida de la Humanidad fueran mayores.
Y lo consiguieron, cosa que por mucho que se lo agradezcamos siempre nos
quedaremos cortos.
Pero en esta época que nos ha tocado vivir basada en números y
beneficios, acostumbrados a que nos suban el salario cada año y las empresas a
incrementar sus beneficios en cada ejercicio, si este principio no se cumple,
inmediatamente comienza a cundir el pánico, convencidos de que entramos en
barrena hacia la catástrofe.
Y para que eso no suceda, cuando las posibilidades naturales de
crecimiento se agotan, el hombre, siempre muy agudo y más ante la adversidad,
rápidamente, tras recurrir al ingenio, encuentra la solución.
Y aunque aparentemente entramos en
contradicción, dado que el hombre de a pie, el que es un número para los
cálculos de consumo y que se lamenta de las dificultades que tiene para llegar
a fin de mes, es a su vez el mismo que cuando se pone la vestimenta de trabajo
pasa a ingeniárselas en cómo confundir al consumidor para que los beneficios de
la empresa sigan incrementándose. Porque su puesto le obliga a forzar la
imaginación para que el consumo no deje de crecer.
Este principio, llevado a la práctica en cualquiera de los productos que
hoy necesitamos para vivir, en la industria farmacéutica toma especial
relevancia, y es que a menudo no nos preocupamos de ingerir un alimento que nos
daña el hígado o los pulmones, pero salimos corriendo a la farmacia a que nos
preparen el sedante correspondiente para que alivie los dolores. Y de esa debilidad
humana son conscientes los responsables de los departamentos de ventas.
Y aunque nos pasemos casi toda la vida quejándonos de ella, como es tan
bonito vivir, cuando el médico nos detecta una de esas enfermedades sordas,
esas que sin dolor nos están minando la salud, nos advierte que estamos en el
umbral de las enfermedades crónicas, o sea, estamos a punto de adquirir el
hábito de las pastillas diarias. Y demos gracias a Dios que existen, porque
ellas nos permitirán entrar en esa estadística tan halagadora de alta esperanza
de vida nunca antes sospechada.
Es decir, unos antes y otros después, llegados a los cincuenta pocos se
libran de pasar a formar parte de ese colectivo de consumidor perenne de
química. La píldora de antes, durante o después de las comidas.
Y surge la pregunta: ¿Tomamos tanto medicamento por necesidad o por
costumbre?
Porque, no faltan voces que aseguran que todo es una treta de la
industria farmacéutica que juega con el desconocimiento de los consumidores
para elevar o reducir niveles negativos en sangre, según convenga, para aumentar
el consumo de medicamentos y con ello, naturalmente, incrementar ventas, que es
lo mismo que decir obtener mayores beneficios.
Tal vez con menos tomas el consumidor seguiría estando bien. Pero no
incrementar las ventas es un retroceso en los beneficios.
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