Los españoles, que tenemos fama de ser muy habladores, se nos conoce también por no decir gran cosa cuando hablamos.
Sí, sí. Hablamos mucho, y fuerte, y gesticulamos también mucho, pero escuchamos muy poco. Y como suele suceder cuando no se tiene hábito de escuchar, el resultado es que nos interrumpimos demasiado frecuentemente.
Hay quien dice que eso es debido a nuestro carácter, nuestro ímpetu. En cambio, otros dicen simple y llanamente, que es falta de educación. Bueno, vaya usted a saber.
Creo que me estoy alejando del tema, que no es otro que hablamos mucho, pero decimos poco. Y es cierto. Hacemos uso de la verbosidad, o sea, de la abundancia de palabras, pero nos falta comunicación. ¡Ah, la comunicación! ¡Tan necesaria como es para la convivencia!
Y para confirmarlo no es necesario recurrir a los políticos, que también hablan mucho, pero no dicen nada, sino miremos en nuestro entorno y veremos confirmada nuestra afirmación. Hay poca comunicación entre amigos, aunque hablen mucho. Tampoco la hay entre padres e hijos, aunque estos hablan muy poco entre sí. En muchos matrimonios, ni se hablan ni se comunican, si acaso, a veces se gritan...
En ocasiones me pregunto de quién o de dónde habremos heredado esa falta de comunicación, ¿de la represión política? ¿Familiar? ¿Religiosa? Vaya usted a saber.
La realidad es que nos cuesta mucho sincerarnos, por eso hablamos mucho sobre asuntos banales, mientras nuestro yo más íntimo lo sacamos muy poco a pasear.
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