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miércoles, 8 de junio de 2011

CAMBIOS QUE NO LO SON

Hubo una época que aquel diminuto país fue regido por una dictadura, cuyos súbditos tenían la creencia generalizada de que los que mandaban, además de abusar del poder no permitiendo discrepancias con el gobierno, propio por lo demás de una dictadura, abusaban también de su posición en cuanto a privilegios económicos. Y tan populares eran los chascarrillos que se contaban al respecto que ningún súbdito dudaba de que todos los miembros del gobierno, familiares, amigos y avecindados se llenaban los bolsillos usurpándolo a los ciudadanos.
Y, como todo en esta vida, también aquella dictadura tuvo su final. ¡Ah! pero no se asusten, porque hubo una transición muy pacífica y los miembros del gobierno, que supieron ir acoplándose a las nuevas circunstancias, siguieron gobernando.
Y a estos comenzaron a adherirse los inteligentes, los astutos, los pillos. Y el nuevo gobierno, que ya no era una dictadura, complacía a los súbditos como si no hubiera cambiado nada. Sí, sí, claro. Las proclamas eran diferentes. Todo en apariencia era distinto, pero solo en apariencia. La palabra democracia se repetía hasta las náuseas, cuando muy pocos valoraban el significado de esa palabra.
Los recién llegados, esos inteligentes, astutos y pillos que no tardaron en convertirse en ladinos y maliciosos, tan convencidos estaban de las riquezas que los otros habían acumulado en la época anterior, que no perdieron el tiempo en migajas y entraron a saco expoliando todo lo que caía en sus manos.
Y como es más fácil tomar ejemplo de los vicios que de las virtudes, los otros se subieron al mismo carro y a no tardar todos eran uno. Ya no había forma de distinguir los antiguos de los nuevos, para desgracia de los ciudadanos.
Gran parte de los súbditos, no obstante, se alegraban de ver cómo muchos de sus antiguos amigos se hacía rápidamente ricos – tal vez con la esperanza de que les llegara algo de esa riqueza – y gritaban: “¡Bastante robaron los otros antes, ahora nos toca a nosotros!”.
Y siguió una larga temporada de bonanza que parecía no tener fin.
Pero nada es eterno, y todo lo que comienza termina. Cuando ya nadie creía que podía terminar esa época de bienestar; cuando todos, confiados, vivían alegres, derrochando el dinero que todavía no habían ganado, más que nadie los miembros del gobierno, de pronto, un día despertaron y vieron que todo había sido un sueño. Unos nuevos miembros se hacían cargo del gobierno.
Muchos, aterrados, se preguntaban ahora. ¿Vendrá este nuevo gobierno también a malgastar y hacerse rico como hizo el anterior?
La penuria de los súbditos era acuciante. El malestar, la tristeza se leía en el rostro de muchos de ellos, y clamaban: “¿Dónde está ahora la democracia?”.
No eran todos, claro. Eran solo los que creen en los cuentos, los que siempre han tenido que nadar contra corriente, porque los inteligentes, los astutos, los pillos, convertidos en ladinos y maliciosos, siempre supieron correr en la misma dirección que el viento.

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