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viernes, 29 de julio de 2011

EL JEFE DE TREN

Alfredo se estremecía cada vez que observaba la conducta del empleado del metro en ese trayecto de una sola estación que va de Príncipe Pío a Ópera y vuelta.

Cuando el tren llegaba a Príncipe Pío, el hombre salía de su cabina y con gran parsimonia, tras cerrarla, se dirigía al otro extremo del convoy y, lentamente, tomaba posesión del puesto del conductor. Menos de un minuto de espera y, tras el silbato, el tren tomaba velocidad adentrándose en la oscuridad hasta Ópera, donde repetía la operación de cerrar la cabina y lentamente arrastrarse hasta el otro extremo del convoy. Y vuelta a empezar.

Así, un montón de veces al día. Y Alfredo, que encontraba este trabajo repetitivo, monótono, aburrido, escaso de estímulo y de nulo interés, poco edificante y, en suma, desmoralizante, pensaba que este hombre debía de tener un concepto de la vida bastante lastimoso. Y no era para menos.

Nunca hablaba con nadie. Solitario. Encerrado en su aislada cabina y adentrándose en la boca oscura que lo engullía cada cinco minutos, sin más norte que los tenues reflejos de los faros de la máquina.

Alfredo consideraba que este trabajo era aún peor que aquellos de hace algunos años, tan denostados entonces y que ahora, por costumbre tal vez, ya se aceptan como mal menor, llamados trabajos en cadena.

Mientras Alfredo observaba al conductor del tren y reflexionaba sobre su labor, caía en la cuenta que éste no era el único trabajo condenado a la monotonía y el automatismo, y por ende a la falta de expectativas. Y comenzó a enumerarlos, así tal cual le venían en mente. Pronto perdió la cuenta, y comenzó a inquietarse. Pero, ¿es posible? – se preguntaba Alfredo ya casi con temor – ¿Cómo es posible que existan tantos empleos que no ofrezcan estímulo? Eran muchos más que los que ofrecían al empleado un cierto atractivo.

Y Alfredo se apresuró a buscar atenuantes para que su disgusto no fuera a más y que su conciencia quedara medianamente tranquila. Encontró algunos, claro está, pero ninguno le convencía. Que si era el ritmo de la sociedad actual; que las especialidades se imponían pensando en beneficio de la sociedad; que alguien tiene que hacer los trabajos por ingratos que éstos sean…

No viendo mejor solución, siguió observando al jefe de tren y para su consuelo pensó que todavía hay más empleos mucho más ingratos, sucios y peligrosos que el suyo, y encima son también monótonos, aburridos y sin estímulo alguno.

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