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sábado, 23 de julio de 2011

LOS JUDÍOS

Amador, siendo pequeño, nunca entendió por qué la iglesia española proclamaba que Israel era el pueblo elegido de Dios y al mismo tiempo lo despreciaba. Tanto era así que España no reconocía el estado de Israel. Amén del destierro, persecuciones y más tropelías contra el pueblo amado de Dios.

Un día, alguien le dijo a Amador que el odio a los judíos venía de lejos, desde que los mismos judíos crucificaron a Jesucristo. La explicación le pareció pueril.

Siendo mayor, Amador se interesó por conocer algún motivo más contundente, y lo que consiguió averiguar fue que en toda Europa los judíos nunca fueron bien vistos y, limitados a ejercer trabajos de tercer orden, tenían prohibido hasta relacionarse con otros sectores de la sociedad. Tal vez en España encontraron más permisibilidad que en otros lugares de la Europa medieval, pero ¡Ah! llegó la hora de la iglesia con la temida Inquisición y el odio hacia los judíos fue precisamente en España donde más se desplegó.

Amador comprendió entonces aquellas aberrantes costumbres de juventud cuando antes de llegar a las manos, con rabia contenida los chavales se lanzaban el insulto que más ofendía al enemigo, que no era otro que llamarle perro judío.

Pasaron algunos años y Amador creyó advertir que los nuevos tiempos atemperaban la razón, y la relación con el pueblo de Israel se normalizaba. España reconocía el estado de Israel, se abrían cauces diplomáticos y vías comerciales; ya no se insultaba con aquellas despreciables frases de perro judío, y semejaba que desaparecía aquel odio ancestral que siempre nos acompañó en todo lo que tuviera que ver con el pueblo elegido de Dios.

Vana ilusión. Amador observaba actitudes que decían lo contrario de lo que proclamaban las voces oficiales, y acabó reconociendo que habían sido demasiados años de antisemitismo anidando en los corazones de la gente como para que en pocas horas lo pudieran desterrar.

Lo curioso era que habían cambiado las posiciones. Ahora la iglesia española no se pronunciaba en contra de los judíos, y la sede central de Roma reconocía también el estado de Israel abriendo sedes diplomáticas en sus respectivas capitales, se hacían visitas oficiales y se intentaba subsanar los agravios del pasado.

Los que ahora se declaraban antisemitas eran los modernos, los progresistas, los opositores al régimen anterior, ignorando el tesón que éste tan odiado régimen puso en aborrecer a los judíos durante toda su vigencia.

A Amador le parecía una contradicción, pero ya estaba acostumbrado a vivir con el mentís, y sabía que a nosotros con tal de odiar a alguien, no nos importa quién.

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