Hacía tiempo que se conocían. Dos
tipos, cada uno a su modo, contentos con su trayectoria. Uno, orgulloso,
hablaba de sus experiencias por el mundo; todo lo que había visto y aprendido
recorriendo lugares desconocidos y exóticos; y la de gente tan diferente que
había conocido, ¡qué emoción recordarlo! porque con ellos había compartido
acontecimientos de todo tipo, trabajo duro, sobresaltos, angustias, gozos.
A pesar de que en su pasado tal
vez hubo más penas que alegrías, no tenía quejas de cómo le había tratado la
vida. Las calamidades vividas, de las que aprendió cómo no se deben hacer
muchas cosas, le permitieron reconocer las oportunidades, oportunidades que
supo aprovechar para la posteridad, y que ahora, en las postrimerías de su
vida, le permitían disfrutar de una vejez cómoda y desahogada.
Su compañero, no menos orgulloso,
decía que él no había salido nunca del entorno, pero conoció también a mucha
gente cuya cualidad y condición, al contrario que su compañero, no era muy
distinta a la suya.
Nunca tuvo ese mal vicio de
trabajar. Esa costumbre que obliga a un horario estricto, levantarse todos los
días a la misma hora, llevar una vida monótona, rutinaria. Eso no lo hizo
nunca, porque esas malas costumbres no iban con él.
De muy joven descubrió que para
subsistir no era necesario seguir esos caminos tortuosos que tanto amargan la
vida a la gente. Es cierto que entre los de su condición algunos lamentaban no
tener acceso al confort que disfrutaban otros, y buscaban caminos para
conseguirlo, pero él, que por aquellos tiempos no deseaba más de lo que
necesitaba, durante muchos años se limitó a disfrutar de la vida. Una vida sin
obligaciones, sin compromisos.
Después observó que ciertos
compañeros no tenían que obligarse mucho para lograr los recursos restringidos
a otras clases, y optó por abrazar sus costumbres.
Era muy sencillo su cometido, y
no le obligaba a horarios ni obligaciones, que era lo que le hubiera hecho
desistir, sino que consistía en pegar pequeñas pegatinas por los barrios de la
ciudad.
Nunca se planteó las
repercusiones que causaba su cometido en terceras personas, hasta ahora que,
con cierta amargura e inquietud le contaba a su compañero sus temores de que
otros siguieran sus pasos. Y así, dos veces al día, salía a la puerta de su
casa a despegar las pegatinas que veía en los alrededores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario