Hace años, siendo yo joven conocí a un escritor que escribía sus
relatos rodeado de murmullos y voces altas, vocingleras y chillonas. Debo
advertir que no sé lo que escribía el escritor, porque jamás vi un escrito suyo,
pero como testigo, doy fe: aquel hombre escribía.
Era una época en la que los escritores todavía
usaban el lápiz para escribir. El ordenador aun se estaba gestando, y la
máquina de escribir, endiablado instrumento, algunos escritores lo consideraban
demasiado moderno. En todo caso, el que nos ocupa, seguro.
Este escritor alardeaba
que para escribir necesitaba voces, ruido y ajetreo a su alrededor. Bien es
cierto que junto a las cuartillas nunca faltaba un vaso de vino. Y muchachas.
A lo mejor, lo que le
inspiraba no era precisamente el ruido. Pero, ves tú a saber.
El local era un arquetipo
de tasca de ambiente nocturno, y como muchos jóvenes, yo acudía allí bastante a
menudo. En realidad, los clientes éramos casi todos jóvenes, y digo casi porque
el escritor no lo era. Bueno, tal vez, a juzgar por sus acertados juicios sí lo
fuera, pero en aspecto, sinceramente, no se le podía encuadrar en el entorno. Destacaba
tanto como un ratón gris en un baile de gala.
Yo, que por entonces
la escritura ya me atraía, me hacía cruces de cómo este hombre podía rellenar
una sola hoja en medio de aquel barullo.
Porque yo tenía la
percepción de que la escritura requería concentración, la equivalencia a la tranquilidad,
y así me lo imaginaba de los escritores de siglos pasados, que se sentaban a la
mesa y antes de tomar la pluma hilvanaban pensamientos que después
transformaban en palabras escritas, posiblemente dejando correr sus ideas
mientras saboreaban un café, por cierto, un brebaje bastante excitante.
Y es que en mi época
de juventud, ignorante en este como en tantos aspectos, yo solo aceptaba mis
propias convicciones, incapaz de comprender todo lo que previamente no hubiera
tamizado mi mente a mi gusto y capricho.
No tardé en percatarme
de lo equivocado que estaba. Y qué sofoco el mío cuando fui conociendo en qué
condiciones habían escrito muchos de los famosos escritores cuyos relatos iba
yo añadiendo a mi bagaje de conocimientos.
Hubo de todo. También casos
como los que yo me había imaginado, pacientes e hilvanando pensamientos. Pero éstos,
creo que fueron los menos. La realidad es que muchas de las mejores obras que
he leído salieron de mentes atormentadas. O de aquellas otras cuyos recursos
económicos incitaba al maestro a agudizar el ingenio, y tras noches de insomnio
y angustia, salir corriendo para que sus genialidades se pudieran imprimir en
la gaceta de la mañana y así, un día más, tener la comida asegurada.
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