Pasaron las
vacas gordas y llegan las vacas flacas. El ritmo de la vida, que nunca ha
cambiado sus hábitos, consta de ciclos, y es cosa sabida que tras la subida
viene la bajada. O viceversa.
Sería deseable
que no existieran esos altibajos, pero eso es ir contra natura. El hombre
aspira a superarse, a mejorar, y para ello a arriesgar, cosa muy loable por
otra parte. El error consiste en un exceso de confianza, en no tener presente
que cada situación está expuesta a cambios, y por lo tanto uno nunca debe
perder de vista que nada es eterno.
En el caso de
los desahucios los inconvenientes se han agudizado por un principio que ha
resultado ser un mito, a saber: el precio de las viviendas, pase lo que pase, siempre
sube.
Se ha
demostrado que no es así. Pero en esta ocasión el mal tiene diferentes padres
que se pueden resumir en unos pocos: la codicia y la irresponsabilidad. Y de
ahí muchas ramificaciones.
La codicia de
los usureros. La irresponsabilidad de las víctimas. O de todos.
Los
banqueros, que por naturaleza son usureros, amparados por unas leyes severas
que hasta ellos mismos reconocen abusivas y hasta injustas, ofrecían créditos a
muchos clientes cuya posición económica era tan incierta que el mínimo soplo
echaría por el suelo todo el proyecto.
Pero a los
banqueros, que lo sabían, no les importaba, porque la cláusula de desahucio
estaba bien clara en la letra pequeña del contrato. Y amparados por la ley, en
caso de impago, después de cobrar intereses a sus víctimas durante unos cuantos
años, contaban en recuperar el bien y volver a hacer negocio con ese mismo
bien.
Sin embargo,
una vez más se ha demostrado que el cuento de la lechera es eso, un cuento. Y
es que las vacas flacas han traído el desplome económico masivo, y los
banqueros, con un ejército de cabezas pensantes a sus órdenes que a pesar de su
imagen de expertos no supieron prever el desastre, de la noche a la mañana se
han visto con un aluvión de inmuebles impagados. O sea, el desastre económico.
Aunque el
verdadero desastre económico ha recaído sobre las víctimas que, en aquellas horas
de vino y rosas, irresponsablemente aceptaron condiciones en exceso ajustadas a
sus posibilidades.
Muchos de
esos clientes, que por los avatares del destino se han visto imposibilitados
para seguir cumpliendo con su compromiso, de la noche a la mañana se han visto
en la calle, sin propiedad y sin dinero. Y con la deuda pendiente.
Por eso en
los momentos de optimismo es tan aconsejable no dejarse llevar de la euforia.
Adquirir un
bien costoso como es una vivienda sin recursos propios sino con un préstamo a
devolver hasta en cuarenta años, es de un atrevimiento muy audaz.
Ahora, cuando
todos estamos enfangados en la miseria, es cierto que no valen las recomendaciones
de lo que no debió hacerse, pero al menos deberían valer las consiguientes
imputaciones a los responsables.
Esa es la
injusticia. Que no lo veremos.
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