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viernes, 3 de agosto de 2012

LAS CASTAS (Salvador Moret)


Con treinta años lloriqueando y arañando remanentes se ha llevado a cabo la máxima de que muchos pocos hacen un grande.
Después, cinco años exigiendo y acumulando patrimonios.
Con eso de la crisis se habla mucho últimamente del despilfarro de las autonomías. Y aunque se hable en plural y generalizando, todos tienen en mente Cataluña. Sí, junto al país Vasco.
Son las que más ruido hacen. Y también las que quieren separarse, aunque no antes de haber sangrado al resto de los españoles.
Uno se pregunta el por qué de tanto odio.
Pero el desastre que pesa sobre los españoles no es solamente imputable a estas dos regiones. Sería una bendición si solo fueran catalanes y vascos los pródigos. Como tampoco son solamente los diecisiete reyezuelos que con miras faraónicas ejercen en sus respectivos territorios feudales.
Habría que girar la mirada hacia el gobierno central. Los gobiernos centrales. Porque todos ellos han colaborado a que aquella pequeña pelota de tenis se haya convertido en un balón imposible de abarcar y por lo tanto ingobernable.
O sea, entre todos la mataron y ella sola se murió.
Es muy español eso de hablar mucho y con grandilocuencia, y hacer poco o nada de lo que se ha dicho. Escuchen, si no, las arengas de aquellos que dicen trabajar para el pueblo: “¡Vamos a hacer!” “¡Haremos!” “¡En un futuro muy próximo…!” Proyectos. Palabras que no faltan en ningún discurso. Y cuando se dan la vuelta vienen los tramoyistas, recogen el decorado, y si te he visto no me acuerdo.
Pero no vayamos a creer que ese es un proceder exclusivo de los españoles de la actualidad. Son costumbres que vienen de muy antiguo, porque como se sabe, en España siempre hubo una clase dirigente cuya avaricia le impedía mirar más allá de sus propios estómagos. Como también se sabe que el pueblo fue siempre apocado, sumiso y quejoso, eso sí, muy quejoso, pero sin valor para enfrentarse a los déspotas, y agachando el cerviz, siempre ha esperado, encomendándose a todos los santos hasta que las aguas volvieran a sus cauces por medios naturales.
Y si en alguna ocasión el oprobio ha llegado a salirse de madre, el pueblo se ha armado de la mayor irreflexión y al alzar la voz lo ha hecho para romper la baraja y todo lo demás que encontrara a su paso.
Hoy como ayer. Los tiempos actuales no tienen nada de moderno. Mientras el dinero comunitario fluía a manos llenas permitió a los españoles montarse en el espejismo del bienestar, pero eso ha cambiado y ahora nos muestra una realidad que al español medio le cuesta aceptar.
A nadie le gusta retroceder, como tampoco nadie quiere rebajar su confort, pero los decretos fuerzan al asalariado a cumplir la ley. A esos sí. No a los reyezuelos que, como bien reza la costumbre entre la clase dirigente de España, no están dispuestos a ceder uno solo de sus tantos privilegios. Los causantes del mal, las castas privilegiadas siguen con sus desatinos y desaguisados, gastando lo que no tienen, lloriqueando cuando no exigiendo para que las instancias mayores – ahora sí – les aporten el dinero para seguir su derroche particular. La plebe puede sucumbir, como siempre fue.
Y se agarran a aquello de que antes el desastre que ceder un paso atrás.
¡Pobre pueblo español que sigue sin liberarse de los sátrapas!

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