Gerardo leía
el periódico mientras Geles, su mujer, terminaba de arreglarse. Tenían tiempo.
La cita era a las doce y media, y todavía eran las nueve y media. Gerardo había
hecho los cálculos: una hora de trayecto y unos cuantos minutos de propina por
si el tráfico venía cargado, total, con salir de casa poco más de las once,
llegarían con tiempo suficiente.
El día
amaneció radiante, y para emplear el tiempo, Gerardo salió al jardín a limpiar
un poco de maleza crecida tras las lluvias de las últimas semanas. Su obesidad,
y también sus años, no le permitió permanecer mucho rato en su pasatiempo
antaño favorito, y antes de una hora se dispuso a arreglarse. Él terminaba en
pocos minutos.
-
Mientras te duchas llamaré a Pepa para recordarle que
mañana les esperamos en casa – apuntó Geles mientras marcaba el número de su
hermana – Serán dos minutos, así que nada más termines podremos marcharnos.
A las diez y
media Gerardo se metió en la ducha y calculaba que antes de las once estaría
dispuesto para marchar.
Cuando salió
de la ducha oyó que su mujer seguía al teléfono. Vaya llamadita – pensó –
total, para recordarle que les esperamos mañana.
Eran las once
menos cuarto; en diez minutos habría terminado de arreglarse y contaba que
también Geles habría terminado de hablar.
Cuando bajó
al salón iban a dar las once. Geles seguía hablando con su hermana, y le
pareció entender que hablaban de los Moyas, los amigos con quienes se
encontraban hoy. Gerardo tomó el diario y se sentó en el sofá con ligeros
signos de impaciencia.
Geles no
parecía tener prisa, y, más que hablar asentía.
-
Sí, sí, es cierto – y de pronto soltaba una sonora carcajada.
Y esto se repetía una y otra vez.
Debían de ser
muy divertidos los comentarios de su hermana, pensó, irónico, Gerardo, quien ya
comenzaba a mostrar agitación. Eran las once y cinco minutos. Todavía no era
para alarmarse, pero él quería ir con tiempo suficiente, que con el tráfico
nunca se sabe. Pero miraba a su mujer y, por lo que parecía, esa conversación
no daba muestras de tener fin.
Gerardo se
levantó y, nervioso, comenzó a pasear cerca de Geles. Unos minutos más tarde, sin
dejar de dar vueltas alrededor de ella y visiblemente enfadado, comenzó a carraspear
muy ruidoso, con la única intención de llamar su atención. Y con bruscos
ademanes se puso a señalar su muñeca izquierda.
Los
aspavientos de Gerardo no parecían impresionar a Geles, que seguía riendo a
mandíbula batiente, presumiblemente a costa de los Moyas. Él, por el contrario,
cada vez estaba más irritado. Eran las once y veinte minutos.
Sin dejar de
mirar el reloj, Gerardo, sudoroso, resoplando y dando sonoras zancadas por el
salón, estaba que se salía de sus casillas. Eran las once y media.
Por fin oyó
decir a Geles:
-
Está bien, Pepa, tengo que dejarte porque creo que
Gerardo está esperándome – Y Geles, risueña, miró a su marido extrañada de su
mal humor.
No hablaron
hasta estar sentados en el coche, ya con los ánimos calmados.
-
Entonces, ¿ha confirmado tu hermana que vienen mañana?
-
¡Ah! no hemos hablado de eso.
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