Siendo niño, en esa edad que uno comienza a creer
que ya lo sabe todo, en casa solíamos desayunar juntos sentados a la mesa; una
costumbre un poco anticuada y olvidada tal vez, aunque creo que todavía queda
algún rastro perdido por ahí.
Mis padres se
levantaban muy temprano, y cuando lo hacía yo, naturalmente mucho más tarde,
encontraba a mi madre preparando la mesa. Nunca faltaba la mantequilla, pan
humeante y mermelada, todo hecho en casa. A esa hora mis padres ya habían
atendido a los animales en las cuadras y mi padre, recién lavado, traía la
leche recién ordeñada, y se sentaba casi cuando llegaba yo. Mi madre añadía
malta.
Mi hermana pequeña,
como todavía no iba al colegio, dormía hasta muy tarde.
“Negro”, siempre
contento y siempre haciendo carantoñas, cada mañana hacía la misma escena
acercándose a mí atento a mis movimientos a la espera de la frase que a él
debía sonar a gloria: “vamos, Negro”.
Tras los mendrugos remojados con leche que le
preparaba mi madre cada mañana, su mayor anhelo era el paseo matutino. Un paseo
que solamente hacíamos los domingos, pero claro está, ¿qué sabía el perro de
fiestas o días laborables?
Mi hermana tampoco diferenciaba unos días de otros.
Como yo, pocos años antes. Pero cuando comencé a asumir las primeras
obligaciones, bendecía los días de fiesta de guardar que me liberaban de
algunas de ellas, principalmente el colegio.
En aquellos primeros años hubo una época que llegué
a pensar si eso de ir al colegio no era una forma de torturar a la Humanidad.
Como yo no veía ningún sentido a eso de ir a la escuela, pensaba si no sería un
castigo que me imponían mis padres. Porque en aquellos tiempos no todos los
niños iban al colegio.
Y cuando mis padres, junto con el maestro me
convencieron de los beneficios de los estudios y comencé a aplicarme,
rápidamente me subí a la cresta y a no tardar ya creía que lo sabía todo, y
hasta me atrevía a dar lecciones a mis padres. ¡Qué atrevimiento! Ellos reían,
claro.
Después, a no tardar, comencé a valorar las
lecciones, las profundas lecciones que nos depara la vida, y entonces comprendí
el largo camino que me quedaba por delante para seguir aprendiendo. Hasta hoy,
que todavía sigo viendo un larguísimo camino de aprendizaje ante mí.
¡Ay, aquellos tiempos!
Aunque, debo advertir que esta historia no fue
exactamente así.
Pero habría sido bonita, ¿verdad?
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