Buscar este blog

miércoles, 24 de octubre de 2012

MEMORIAS DE JUVENTUD por Salvador Moret


Siendo niño, en esa edad que uno comienza a creer que ya lo sabe todo, en casa solíamos desayunar juntos sentados a la mesa; una costumbre un poco anticuada y olvidada tal vez, aunque creo que todavía queda algún rastro perdido por ahí.
            Mis padres se levantaban muy temprano, y cuando lo hacía yo, naturalmente mucho más tarde, encontraba a mi madre preparando la mesa. Nunca faltaba la mantequilla, pan humeante y mermelada, todo hecho en casa. A esa hora mis padres ya habían atendido a los animales en las cuadras y mi padre, recién lavado, traía la leche recién ordeñada, y se sentaba casi cuando llegaba yo. Mi madre añadía malta.
            Mi hermana pequeña, como todavía no iba al colegio, dormía hasta muy tarde.
            “Negro”, siempre contento y siempre haciendo carantoñas, cada mañana hacía la misma escena acercándose a mí atento a mis movimientos a la espera de la frase que a él debía sonar a gloria: “vamos, Negro”.
Tras los mendrugos remojados con leche que le preparaba mi madre cada mañana, su mayor anhelo era el paseo matutino. Un paseo que solamente hacíamos los domingos, pero claro está, ¿qué sabía el perro de fiestas o días laborables?
Mi hermana tampoco diferenciaba unos días de otros. Como yo, pocos años antes. Pero cuando comencé a asumir las primeras obligaciones, bendecía los días de fiesta de guardar que me liberaban de algunas de ellas, principalmente el colegio.
En aquellos primeros años hubo una época que llegué a pensar si eso de ir al colegio no era una forma de torturar a la Humanidad. Como yo no veía ningún sentido a eso de ir a la escuela, pensaba si no sería un castigo que me imponían mis padres. Porque en aquellos tiempos no todos los niños iban al colegio.
Y cuando mis padres, junto con el maestro me convencieron de los beneficios de los estudios y comencé a aplicarme, rápidamente me subí a la cresta y a no tardar ya creía que lo sabía todo, y hasta me atrevía a dar lecciones a mis padres. ¡Qué atrevimiento! Ellos reían, claro.
Después, a no tardar, comencé a valorar las lecciones, las profundas lecciones que nos depara la vida, y entonces comprendí el largo camino que me quedaba por delante para seguir aprendiendo. Hasta hoy, que todavía sigo viendo un larguísimo camino de aprendizaje ante mí.
¡Ay, aquellos tiempos!
Aunque, debo advertir que esta historia no fue exactamente así.
Pero habría sido bonita, ¿verdad?

No hay comentarios:

Publicar un comentario