Es cierto que
hubo una época que (casi) solo estudiaban los hijos de familias acomodadas.
Nosotros, que no éramos de éstos, nos preguntábamos cómo era posible que la
inteligencia recayera solamente en estas familias.
Porque los
hijos de familias pobres se conformaban con saber las cuatro reglas, y muchos ni
a eso llegaban. Y a los trece o catorce años a trabajar al campo o a la fábrica.
Los destinos ya estaban marcados antes de empezar.
Nosotros, que
éramos de éstos, conseguimos una beca que consistía en tener los libros y la
matrícula del instituto cubierta. Nada de dinero de bolsillo. Y como nos
parecía mucho, estábamos la mar de contentos.
Cierto que
había voces que clamaban contra la injusticia de las diferencias de
oportunidades, pero eran cuatro, no más. La gente, en general, aceptaba su
posición con resignación y no pocas veces con impotencia.
En el correr
de los días, ¡oh, sorpresa! no tardamos en comprobar que los hijos de las
familias acomodadas que estudiaban, lo hacían porque no tenían necesidad de
trabajar, y no porque poseyeran una inteligencia superior. Y es que los había,
y que Dios me perdone la expresión, los había, digo, que eran verdaderos
ceporros.
Después vino
aquello de que todos tenían el mismo derecho, y con las subvenciones las
universidades acogieron a unos y a otros. Todavía quedaban de los que no
llegaban y pasaban a las fábricas o al campo, aunque cada vez menos, en parte
porque las fábricas se mecanizaban y el campo se desertizaba.
Mientras, las
universidades se masificaban.
Injustamente,
y todavía hoy sucede, el trabajador de fábrica, y no digamos el del campo, de
forma miserable e inmoral, siempre estuvo mal mirado. El concepto que se tenía
de ellos era cuasi como que no servía para otra cosa.
Y ese
desprecio hacia los trabajos manuales, a muchos les empujó a querer salir
cuanto antes de esos círculos, y allá iban los padres corriendo a buscar la
subvención para los estudios del retoño. Porque, ¿qué padre no deseaba un
título para su hijo? (Las malas lenguas dirían más tarde que no lo hacían por
el hijo, sino por propio prestigio. Pero, ya digo, eran rumores).
Y con esa aspiración de conseguir un título se
cometió el mismo pecado anterior, aunque más crecido. Las universidades,
masificadas y de dudosa calidad, sirvieron para que aquellos que creían que
acudir a sus aulas era sinónimo de sabiduría se toparan con la frustración.
Los
conocimientos llegan con el estudio y con el esfuerzo, pero no todos lo sabían,
posiblemente porque nadie se lo había explicado.
Y las
subvenciones trajeron esas confusiones y, dejando de lado el esfuerzo económico
que supone para el contribuyente, quien recibe el privilegio no siempre es
consciente del costo, y a veces no aprovecha correctamente esas dádivas.
El resultado
de una mala planificación es que ahora hay muchos licenciados que, con el
título bajo el brazo, pululan por ahí buscando trabajo “de lo que sea”. Porque
tampoco un título garantiza un empleo.
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