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miércoles, 24 de octubre de 2012

LAS BECAS por Salvador Moret


Es cierto que hubo una época que (casi) solo estudiaban los hijos de familias acomodadas. Nosotros, que no éramos de éstos, nos preguntábamos cómo era posible que la inteligencia recayera solamente en estas familias.
Porque los hijos de familias pobres se conformaban con saber las cuatro reglas, y muchos ni a eso llegaban. Y a los trece o catorce años a trabajar al campo o a la fábrica. Los destinos ya estaban marcados antes de empezar.
Nosotros, que éramos de éstos, conseguimos una beca que consistía en tener los libros y la matrícula del instituto cubierta. Nada de dinero de bolsillo. Y como nos parecía mucho, estábamos la mar de contentos.
Cierto que había voces que clamaban contra la injusticia de las diferencias de oportunidades, pero eran cuatro, no más. La gente, en general, aceptaba su posición con resignación y no pocas veces con impotencia.
En el correr de los días, ¡oh, sorpresa! no tardamos en comprobar que los hijos de las familias acomodadas que estudiaban, lo hacían porque no tenían necesidad de trabajar, y no porque poseyeran una inteligencia superior. Y es que los había, y que Dios me perdone la expresión, los había, digo, que eran verdaderos ceporros.
Después vino aquello de que todos tenían el mismo derecho, y con las subvenciones las universidades acogieron a unos y a otros. Todavía quedaban de los que no llegaban y pasaban a las fábricas o al campo, aunque cada vez menos, en parte porque las fábricas se mecanizaban y el campo se desertizaba.
Mientras, las universidades se masificaban.
Injustamente, y todavía hoy sucede, el trabajador de fábrica, y no digamos el del campo, de forma miserable e inmoral, siempre estuvo mal mirado. El concepto que se tenía de ellos era cuasi como que no servía para otra cosa.
Y ese desprecio hacia los trabajos manuales, a muchos les empujó a querer salir cuanto antes de esos círculos, y allá iban los padres corriendo a buscar la subvención para los estudios del retoño. Porque, ¿qué padre no deseaba un título para su hijo? (Las malas lenguas dirían más tarde que no lo hacían por el hijo, sino por propio prestigio. Pero, ya digo, eran rumores). 
 Y con esa aspiración de conseguir un título se cometió el mismo pecado anterior, aunque más crecido. Las universidades, masificadas y de dudosa calidad, sirvieron para que aquellos que creían que acudir a sus aulas era sinónimo de sabiduría se toparan con la frustración.
Los conocimientos llegan con el estudio y con el esfuerzo, pero no todos lo sabían, posiblemente porque nadie se lo había explicado.
Y las subvenciones trajeron esas confusiones y, dejando de lado el esfuerzo económico que supone para el contribuyente, quien recibe el privilegio no siempre es consciente del costo, y a veces no aprovecha correctamente esas dádivas.
El resultado de una mala planificación es que ahora hay muchos licenciados que, con el título bajo el brazo, pululan por ahí buscando trabajo “de lo que sea”. Porque tampoco un título garantiza un empleo.

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