A los españoles no nos es desconocida
la picaresca. Está en nuestros genes. Y por cómo hacemos gala del hecho, todo
apunta a que lo vemos con buenos ojos. Y hasta nos reímos cuando nos cuentan
alguna de esas envenenadas gracias.
Pero, ¿qué sucede si la víctima
de una de esas jugarretas nos atañe directamente? Pues, eso. Entonces ya no nos
reímos, sino nos revolvemos, juramos y perjuramos.
Lo malo de la picaresca es que
crea desconfianza. Los que defienden esta práctica – porque aunque no lo
parezca, todavía los hay que la defienden – argumentan que eso es fruto del
ingenio español.
En la olvidada y triste época del
estraperlo se contaban cosas estremecedoras de estos desalmados. Porque eso
eran aquellos que se aprovechaban de las incautas e inocentes víctimas con
engaños de miseria, generalmente gente de mínimos recursos. El engaño les
permitía cenar esa noche. La misma cena que esa misma noche prescindiría su
víctima.
La pobreza material fue
acabándose, afortunadamente, y parecía que ya no era necesario el uso de la
picaresca para sobrevivir. Craso error. Es cierto que se comenzaba a vislumbrar
el bienestar, pero el codicioso nunca se siente saciado. Eso sí, la picaresca
se trasladó a otros círculos, y aunque los actos de los pícaros continuaban
siendo miserables, porque el engaño siempre es un acto miserable, los engaños
ya no se limitaban a miserias sino que se convirtieron en pelotazos bien sustanciosos.
El gobierno español está ahora
poniendo las bases para resurgir del agujero en el que nos había sumido tanto
desmadre. Al menos así justifican los recortes de salarios, despidos y mermas
de pensiones y de bienes sociales a los que ya estábamos acostumbrados e, inocentemente,
creíamos que teníamos garantizados de por vida.
Bien estarían las medidas que
está tomando el gobierno si efectivamente nos llevaran a un futuro más
halagüeño. Y por el bien de todos, ojalá lo consiga.
Pero los políticos hace mucho
tiempo que perdieron la credibilidad, precisamente por aquello de la picaresca.
Y no obstante, si este gobierno
consigue recuperar parte de esa credibilidad perdida, nos queda esa otra parte
muy del español, a saber: quítate tú que me pongo yo. O dicho en otras palabras:
yo hago lo opuesto de lo que hace el otro.
O sea, es otra forma de
picaresca, y otra forma de perder la credibilidad.
Porque lo que trasciende al
español medio, ese modesto empleado que aspira a trabajar y vivir decentemente
con miras a pequeñas mejoras que le permitan mantener una cierta ilusión por
qué vivir, es que los políticos nos engañan, o al menos lo pretenden, con ese verbo típico que unas veces suena a púlpito
y otras a arengas populares.
Es el antiguo tocomocho.
Es la moderna picaresca.
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