Las imágenes que mostraba
la televisión eran dantescas. El fuego arrasaba aquel edificio de dimensiones inmensas.
Y los bomberos, que disponían de los medios técnicos más avanzados, se veían
impotentes para rescatar a tanta gente que, inútilmente, asomándose a las
ventanas intentaba huir de las llamas.
Los reporteros preguntaban
a los curiosos que, desde la distancia, presenciaban la tragedia. Y sus
respuestas eran de mucho dolor y pena, pero su conducta, sin gestos ni artificios
aparatosos, parecían no corresponder a tanta desventura.
Este proceder originó una
acalorada discusión entre los tertulianos.
-
Para nosotros es extraño su proceder, como es un
error juzgarles desde nuestra perspectiva – decía Andrés, el más sensato – los
orientales tienen un sentido de la vida diferente al nuestro, y…
-
¡Y que lo digas! – interrumpió Hidalgo, el
intelectual, según él mismo se definía – ¡Cómo vamos a entender a unos tipos
que para hacer huelga trabajan el doble! – y rio su gracia.
-
¡Hombre, ya ha salido tu vena! – exclamó Dionisio,
el seminarista – A ti, a pesar de las desgracias que estamos viendo solo se te
ocurre pensar en la huelga, como buen sindicalista, claro está.
-
No digas tonterías, Dionisio – saltó Ramiro, de la
cuerda de Hidalgo – que a ti también te sale la vena enseguida. Tenías que
haber terminado la carrera, ¡hombre! Lo que dice Hidalgo es cierto. Huelga
significa no trabajar, lo demás son esquiroles.
Se armó un barullo
hablando todos a la vez; cada uno quería imponer su punto de vista sin escuchar
a los demás. Cuando se calmaron, Andrés tomó la palabra. Lo intentó.
-
No podemos hacer comparaciones, porque…
-
¡Qué comparaciones ni historias! – interrumpió
Hidalgo de nuevo – con la desgracia que les ha caído y no les ves ni una
lágrima. ¿Acaso tienen sangre estos tíos?
-
Eso es lo que pretendo explicar – apuntó Andrés, en
tono sosegado – que desde nuestra cultura no lo podemos entender…
-
¡Qué dices de cultura, es cuestión de genio, que no
tienen! ¡Nada más! – rebatió el intelectual.
-
Tiene razón Hidalgo – apoyó Ramiro, a quien a sus
espaldas llamaban el papagayo, porque siempre repetía lo que decía su superior
– cuando hay motivos para reír, hay que reír, y cuando hay que llorar, pues a
llorar. A lágrima viva, si es necesario. Los demás tienen que saber que uno lo
está pasando mal, porque si no, sucede como a esos orientales, que uno no sabe
si sufren o se alegran.
-
Qué poca sensibilidad tenéis – espetó Dionisio –
estáis viendo la desgracia ajena y os lo tomáis a risa.
-
Aquí nadie se lo toma a risa – respondió Hidalgo –
lo que estamos diciendo es que a estos tíos no les afectan las desgracias.
-
No creo que sea eso, sino que son culturas
distintas – apuntó una vez más Andrés – Es posible que ellos interpreten que
las penas son de cada uno, y no para compartir.
-
Tonterías, y más tonterías – saltó de nuevo Hidalgo
– Lo que yo veo en esa gente es que encima son tontos. ¿Habéis visto que
alguien exija explicaciones de quién es el culpable?
-
Exacto – se apresuró a ratificar Ramiro – tienen
que haber dimisiones, y rápidamente formar una comisión para encauzar las
subvenciones…
-
No os vayáis por las ramas – decía Andrés – que lo
más probable es que haya sido una desgracia fortuita.
Pero nadie le hacía caso. El altercado
se había intensificado, y como la palabra no era suficiente porque nadie
escuchaba a nadie, comenzaron a hablar las manos…
Andrés,
horrorizado, se preguntaba: ¿es cuestión de temperamento o es cuestión de
educación?
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