Telefónica se
ha permitido fichar a R. Rato: una muestra más de la España actual. Aunque,
bien pensado, la actual y la de siempre.
Y no es que
la empresa no tenga derecho a emplear a quien desee, faltaría más, sino de lo
que se trata es que moralmente es una burla al ciudadano.
Un señor que
está inculpado por la justicia por sus posibles desmanes económicos no es
merecedor de asumir un puesto cuyo salario está muy bien remunerado; inflado,
podríamos decir, para los tiempos que corren, y que de un modo u otro, lo
pagamos entre todos.
Pero esa es
la España que tenemos y que, al parecer, a todos nos parece ideal.
Somos unos
cuarenta y seis millones de habitantes, tal vez cuarenta y ocho, y oficialmente
diecisiete de ellos cotizan a la seguridad social. De estos diecisiete millones
de personas, tres o cuatro millones no producen, sino que son los que se
encargan de que la máquina siga rodando. Son la administración.
Ya me dirán
ustedes. Cabe pensar que la proporción es insostenible, y que más pronto que
tarde se romperá el espejismo, porque estamos viviendo en la ficción.
Tal vez por
eso, los que dirigen el país, digamos políticos, financieros y responsables de grandes
empresas medio estatales, se afanan en amasar fortunas, las más veces
fraudulentamente, y las ponen a buen recaudo lejos de sus feudos, precisamente
porque saben que éstos no son de fiar.
Y como
decíamos, el caso del señor R. Rato es un ejemplo tomado al azar de los tantos
que seguramente ustedes están pensando. Porque estos personajes amasa-fortunas
forman una élite que hace muchos años se distanciaron del pueblo – si es que
alguna vez formaron parte de él – para vivir arropados en sus círculos
privilegiados y ajenos al sentir de la calle. Sí, es cierto que entre ellos
existen codos, zancadillas y luchas intestinas pero, como perfectos defensores
del corporativismo, los favores solo se los reparten entre ellos.
Ahí tenemos,
si no, el parlamento europeo, remanso de todos los paquidermos políticos a los
que hay que engraciar por los servicios prestados. Y los consejos de administración,
abundantes y enriquecedores.
Pero, al
contrario de Pla que se preguntaba quién paga todo eso, nosotros no nos lo
preguntaremos, porque sabemos que los que pagan la fiesta somos nosotros, los
que ciertamente no participamos en ella.
Así que, si
no era suficiente con el ayuntamiento, la comunidad, el parlamento y el
gobierno, tenemos el parlamento europeo, instituciones que aumentan sus gastos continuamente,
ajenos a la crisis galopante que soportamos estoicamente esa minoría que
formamos los asalariados.
¿No sería
hora de que plantáramos cara a este desmadre?
Cabe pensar
que todos deseamos que acabe el despilfarro, pero parece ser que nosotros los
españoles somos de esos que esperan a ver si la situación mejora con el tiempo,
sin tener en cuenta que los que pueden erradicar las desigualdades son exactamente
los que no desean cambiar nada.
Y así, los
españoles vamos tirando, confiando que algún día alguien se ocupe de hacer el
trabajo por nosotros. Y así llevamos quinientos años, tal vez más. Pero, aquí
nos tienen, descontentos con la eterna prepotencia de nuestros dirigentes y las
consiguientes diferencias de casta, pero felices de ser como somos.
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