Si uno se apresta a hojear por
las mañanas los periódicos, se arriesga a enfrentarse a un gran dilema. O
desiste de ello de inmediato o, en el mejor de los casos, acaba con una
depresión de caballo.
¿El motivo? Que somos un país
ingobernable. Aquí cada cual se monta su fábula de lo que tiene que ser la
convivencia, y todos aquellos que discrepen son a despreciar. ¡Qué digo! Nada
de desprecio. Eso es poco. Son a perseguir y aniquilar.
Claro que, cuarenta y cinco
millones de personas discrepando unos de otros, o sea, cuarenta y cinco
millones de opiniones diferentes dispuestos a no ceder ninguno de ellos un paso
atrás de su posición, mientras no dejan de infamar y denigrar al prójimo, no
importe el grado de vecindad (a menudo tampoco de familiaridad), acusando a
todo quisqui de extremista, intolerante, atrasado y otras muchas cosas menos
confesables, habrá que reconocer que la tolerancia, ese pequeño detalle
imprescindible para convivir con un mínimo de paz, baja escandalosamente.
¿Ejemplos? Los periódicos.
Porque si usted no teme caer en
una morrocotuda depresión, abra algunos de ellos. Siempre y cuando su fortaleza
de aguante, paciencia y comprensión hacia los exaltados la haya comprobado
previamente.
Enseguida comprobará la cantidad
de reyezuelos que hay a su alrededor.
Tenemos a ese prototipo de
regidor, que arrapando, por quince votos de diferencia, por ejemplo, consigue
el título de alcalde. Y acto seguido, olvidando que la mitad de la población no
estuvo de acuerdo con su programa político, comienza a hacer y deshacer a su
antojo, entendiendo que la vara de mando se lo permite. ¡Es la autoridad! Y que
nadie se atreva a insinuar lo más mínimo, porque el acoso a la autoridad está
duramente castigado.
Y si hay que dirimir las
discrepancias en el juzgado, una de las dos partes no tardará en tildar al juez
de fascista, corrupto y cosas por el estilo.
Porque, ¿aceptar el veredicto?
¡Qué cosas! Hombre, si me favorece, aún, aún, pero en caso contrario, de todas,
todas, será una injusticia.
Y enfadado, porque a ojos del
desleal la sentencia fue ilegal; porque ha sido víctima de un estado infecto y
corrompido; porque a muchos otros, principalmente los amigos del juez y los muy
potentados las sentencias siempre les benefician, por todo eso, ese
inconformado se siente con el derecho de negarse a contribuir con sus
obligaciones. Como es, por ejemplo, a ser honesto en la declaración de la renta.
Envuelto en esa capa de reyezuelo
del reino de su persona, se considera con todo el derecho a tomar sus propias
decisiones sin necesidad de dar más explicaciones a nadie. Y añadirá:
“Porque los demás son unos cafres
que no quieren entender mis razones”.
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