Seguramente que a usted no le es
desconocido el hecho, porque lo más probable es que lo haya presenciado y
vivido en más de una ocasión.
Y casi con toda seguridad,
también se habrá irritado usted por ello.
Suele suceder en los despachos de
atención al público, del estado o privadas, no importa, aunque tal vez en las
primeras duele más.
Tomemos como ejemplo algo tan
sencillo como pagar un recibo en una oficina bancaria. Usted llega antes de las
nueve y media, porque ayer ya le advirtieron que para pagar recibos tenía que
volver otro día antes de las diez.
Pero delante de usted,
casualmente, esperan su turno otras cinco personas, y usted, que ha dejado el
coche en doble fila pensando que eso de pagar un recibo era cuestión de coser y
cantar, es decir, entrar, pagar y salir todo en un cerrar de ojos, al ver a los
otros cinco guardando cola, comienza a ponerse nervioso y a mirar el reloj que
pende de la pared detrás de la joven cajera.
Los minutos van pasando, ni más
lentamente ni más deprisa que otras veces, claro está, aunque a usted en esos
momentos le parezca que se eternizan. Entre tanto, a la joven cajera,
precisamente hoy no le cunde el trabajo, porque parece que lo haga más
lentamente que nunca. Y, por si eso fuera poco, el joven que está en la
ventanilla la está entreteniendo, y vaya usted a saber qué le estará contando
que tarda tanto.
Y usted llega a creer que la
joven cajera, ajena al nerviosismo que muestran los clientes que esperan, no
tiene conmiseración con ninguno de ellos.
Usted, que ha contagiado a las
otras cinco personas que esperan delante de usted, o, qué más da, tal vez sea
al contrario, el caso es que ya nadie está quieto. Se mueven, soplan, taconean
el suelo, se giran, miran al techo, al reloj, resoplan… por fin, aquel joven de
la ventanilla ha terminado.
Pero aún quedan cuatro delante de
usted. A este ritmo, la multa es casi segura. En eso, un claxon suena con
estridencia. Alarmado, usted sale corriendo… pero en esta ocasión no es su
coche el que impide a otro sufrido conductor salir de su estacionamiento.
De regreso a la cola, una señora
mayor se ha añadido a ella, y usted, respirando hondo para mantener la calma,
con buenas palabras le advierte que él estaba delante. Le sigue un cruce de
palabras un tanto subidas de tono, hasta que la joven que está delante acredita
que, efectivamente, el señor estaba detrás de ella.
A regañadientes, el conato de
enfado se apacigua.
Pero los minutos, implacables,
siguen avanzando, y la irritación se encrespa y llega a hacerse insoportable
cuando usted observa que tres empleadas más del banco, sentadas a sus mesas,
sin mostrar el más mínimo interés por los clientes que esperan, como si ellas
no tuvieran nada que ver con la empresa que les paga el salario a final de mes
gracias a los clientes que llegan a la ventanilla, telefonean, ríen, se
comentan sus cuitas…
Impotente, usted se sube por las
paredes.
Y a usted, que en esta ocasión se
ha librado de una multa, no se le ocurra entrar en un ayuntamiento, porque a la
hora de mayor ajetreo es posible que se encuentre la ventanilla cerrada porque
la responsable se ha ido a tomar café.
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