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jueves, 14 de abril de 2011

LA JUSTICIA

Hablar de justicia en España suele causar toda clase de reacciones, y ninguna de ellas serias. Eso cuando no promueven directamente a la risa.
Y los ejemplos, dice Salvador, están al alcance de la mano de cualquiera. Uno de ellos es que es bastante habitual recurrir a un abogado y tener otro de reserva para defenderse de posibles tropelías del primero.
En el caso de los jueces, éstos son de una madera menos asequible todavía. Los señores viven en otro mundo que no es el de los vulgares mortales.
Y el fenómeno no es que haya empeorado en los últimos tiempos. Qué va. El asunto viene de lejos. Ya lo dice aquella antiquísima maldición: en juicios te veas, aunque los ganes.
Pues, eso. Pobre de quien caiga en las redes de la justicia.
Los chistosos dicen que todo es consecuencia de taparle los ojos. ¡Qué cosas dicen! Oiga, si es por eso, que le quiten la venda.
Pero, no debe ser tan fácil, porque existen los derechos creados. Y esa es la venda tan difícil de abolir.
Hasta ahora se decía que la justicia era lenta. Y los retrasos ya son por sí solos bastante injustos. Pero ahora – aunque no crea usted que es desde ayer, sino que también es cosa que tiene su pedigrí – además de lenta es corrupta.
¡Vaya por Dios, eso ya es el colmo!
Pero, ¡si eso fuera todo podríamos darnos por contentos! Porque los jueces son también parte. Y aunque lo parezca, eso es algo peor que corrupción.
Es simplemente injusto.
Y eso es lo que promueve a la risa, porque la palabra injusto se repite tantas veces por minuto que ya ha dejado de expresar lo que verdaderamente significa. Pero deja secuelas envenenadas, como por ejemplo, la falta de credibilidad. Lo peor que le puede pasar a un personaje cualquiera, elevado al X si se trata de una institución como es la justicia.
Y como para el hombre sencillo, que no entiende de maniobras legales y no diferencia entre el legislador y el magistrado – o en el peor de los casos que considera que son el mismo – sino que su sentir discurre por el sendero del sentido común, no entiende, y por consiguiente se comprende que tampoco lo acepte, que se condene a un malhechor a dos mil o cuatro mil años a pudrirse en la cárcel – lo cual ya es de por sí bastante gracioso cuando el condenado como mucho no llegará a los cien – y no obstante, a los veinte o veinticinco esté en la calle libre de culpas y penas.
La justicia será un asunto muy serio, no cabe duda, pero mal tratada induce a la decepción, a la rabieta o a la risa, según el día y momento.
Y no es justicia, sino injusticia.

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