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sábado, 16 de abril de 2011

LA AMISTAD

La enfermedad estaba socavando la salud de tía Concha tan rápidamente que Carlos, alarmado por el deterioro que día a día observaba en su semblante, insistía en ir al médico. Sin embargo, tía Concha, terca como ella sola, hacía oídos sordos.
- “El Señor tiene reservada mi hora, por lo tanto no vamos a ir en contra de Su voluntad”.
Esas palabras o parecidas eran siempre su respuesta, y todo lo que Carlos pudiera argumentar no servía para nada.
Cuando años atrás falleció tío Paco, su marido, muy decaída al principio, su tía encontró un asidero en la hermandad de mujeres por la caridad, una asociación altruista que se dedicaba a visitar a los enfermos en los hospitales. Y esa ocupación le dio sentido a su existencia durante un tiempo. Pero solo eso: durante un tiempo.
Tía Concha dedicó siempre toda su atención a su marido, y al faltar éste, algo con lo que no había contado, de pronto se encontró en el vacío.
A juzgar por algunas expresiones cogidas al vuelo, Carlos interpretó algo así como que su tía deseaba reunirse cuanto antes con su marido, o sea, que su rechazo a la visita médica era porque verdaderamente estaba deseando morir.
Su amigo Antonio, de la Compañía de Jesús, que también la visitaba de vez en cuando, ocasionalmente coincidían en la calle Colón, y en esos encuentros discutían sobre la teología de la liberación, credo que él había asumido durante los años que estuvo en Sudamérica, y con el que Carlos no estaba en absoluto de acuerdo. Y su tía mucho menos. A ella le sonaba a sacrilegio, motivo por el que la admiración que siempre sintió por el padre jesuita, como ella lo llamaba, últimamente había decaído sensiblemente. Tía Concha se estremecía cuando Antonio decía que la iglesia había dejado a su suerte a los pobres indefensos. Y mucho peor era cuando el padre jesuita matizaba que toda la curia de Roma, disfrutando de un envidiable confort y comodidad, no hacía nada por los humildes… tía Concha no aceptaba en absoluto que se hablase así del Papa, ni tampoco le hacía ninguna gracia esa iglesia de la liberación que, según decía, era obra del diablo.
Pero tampoco se atrevía a enfrentarse a Antonio. Para ella hubiera sido excesivo, ¡a dónde íbamos a parar! porque Antonio, a pesar de todo, como padre jesuita continuaba siendo un miembro de la iglesia, y por lo tanto, criticarlo abiertamente le habría parecido una irreverencia rayando en herejía. Por eso, resignada, callaba y se desahogaba con su sobrino contándole todo lo que sufría.
Y por si fuera poco, un nuevo episodio vino a enturbiar las aguas ya de por sí bastante sucias, y tía Concha con sus escasas fuerzas le contaba a Carlos los detalles más recientes, en los que de un modo bastante directo éste se veía involucrado.
Carlos tenía sus dudas sobre los comentarios de su tía, hasta que unos días más tarde tuvo ocasión de presenciar hasta dónde llegaba el atrevimiento de su amigo. Ese día pudo comprobar que el enfado de su tía estaba justificado con holgura.
- Piensa que el Señor te agradecerá esa acción caritativa – decía Antonio a tía Concha con su más halagadora sonrisa.
- No me pida usted, padre, que incumpla los últimos deseos de mi marido.
- No es esa mi intención, claro que no. Solo te pido que recapacites y pienses en tu contribución a engrandecer la iglesia…
- Sí, eso es cierto, pero los bienes ahora pertenecen a Carlos…
- Todavía no, todavía no – decía el padre Antonio en tono meloso – y además, Carlos no tiene necesidad. Su fortuna es hoy cuantiosa y disfruta de un bienestar más que deseable, mientras que la iglesia sabe distribuir entre los más necesitados los bienes que recibe, y esos actos de caridad el Señor los tiene en cuenta.
- Pero el Señor también tendrá en cuenta mi lealtad a la palabra dada a mi marido en el lecho de muerte, ¿no cree usted, padre?
Atónito, a Carlos le costaba creer el descaro de su amigo. ¡Qué atrevimiento! Le sentó muy mal su desvergüenza.
Y pese a su atribulación, no le pasó desapercibido la integridad de tía Concha, que no dudó un solo momento en no aceptar ni someterse a la presión de su amigo.
Pero Carlos estaba tan irritado que se subía por las paredes. Y no por el riesgo de no percibir la herencia que, como bien decía Antonio, él disfrutaba de una economía saneada, sino por su insolencia. Y el proceder de su amigo le parecía tan fuera de lugar que comenzó a sentir antipatía hacia él, mientras que sombras de hostilidad venían a oscurecer la perspectiva de su relación.
- ¡Pero qué se habrá creído el muy cretino! – repetía Carlos para sus adentros, cada vez más enconado.
Y no solamente eso, sino que además, cuando pocos días más tarde falleció tía Concha, Antonio apeló a la generosidad de su amigo, sin percatarse de la súbita frialdad que le mostraba éste, o tal vez sí, que tonto no era, aunque hiciera como si no. Carlos, que hasta ahora había guardado las formas por la amistad de tantos años, no tuvo más remedio que decirle lo que hubiera preferido no tener que decir.
- En este asunto de la herencia te has propasado, Antonio. Con tus requerimientos conseguiste que tía Concha se sintiera mal, porque le creaste mala conciencia antes de morir, y ahora pretendes hacer lo mismo conmigo. Pues, no. No te dirijas a mí para hablar de este tema ni una sola vez más.
- Me dejas de una pieza, chico. Qué pronto se puede venir abajo una amistad de toda la vida… y todo por la nimiedad de lo que para ti puede significar una limosna – respondió Antonio visiblemente incomodado.
- No es la cuantía, Antonio, no te equivoques, que parece que a estas alturas me quieres tomar por tonto. Es el principio, que precisamente por nuestra amistad deberías haber respetado. Y si mis palabras para ti significan romper nuestra amistad, tendré que poner en duda si es que la hubo alguna vez.
Carlos estaba demasiado acalorado como para hablar con sensatez. Después se arrepentiría, por supuesto, pero consideraba que ante ciertas cuestiones uno debe marcarse una raya roja y no rebasarla jamás. Ellos la habían rebasado y aunque intentaran recomponer los desperfectos, las cicatrices quedarían al descubierto, quién sabe hasta cuando.
Y aunque el tiempo se encarga de cicatrizar hasta las heridas más profundas, hay situaciones que la cicatriz, aparentemente cerrada, no deja de supurar.
Y así se demostró unos días más tarde. Carlos lo estaba pasando muy mal. Por dos razones, la primera, aunque no la más importante, porque continuaba irritado con su amigo, y la segunda, la más profunda, la que verdaderamente le afectaba, por el dolor que sentía de haberle hablado de ese modo. Y consciente como era que seguiría malhumorado hasta no zanjar la cuestión, no lo dudó más y le llamó por teléfono.
- Quiero disculparme, Antonio. El otro día me exalté y dije cosas que en el fondo no sentía…
- No te preocupes. Olvídalo. Hace días que yo lo tengo olvidado.
A Carlos le pareció que en su voz, aparentemente jovial, flotaba la animosidad, aunque tal vez era su todavía intranquila conciencia, cuyos sentimientos los reflejaba en su amigo.

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