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domingo, 13 de febrero de 2011

CONDENADO SIN JUICIO

Alberto salió de la consulta profundamente deprimido. No contaba con lo que acababa de escuchar. Sin fuerzas para sostenerse, buscó con la mirada un banco donde poder sentarse. De pronto, el mundo se había reducido a su persona, insensible a lo que sucedía a los demás y sin importarle el ajetreo del entorno.
En los pasillos de aquel enorme edificio reinaba un gran movimiento. La gente se movía en un constante ir y venir. Unos, con batas blancas o verdes, caminaban decididos por los pasillos, o salían de una sala para entrar en otra. Otros en cambio, los más, ataviados con ropa de calle, generalmente oscura, caminaban con pasos inseguros, como perdidos, con la ansiedad de quien busca algo en un medio que desconoce por completo, y mirando los papeles que llevaban en las manos, comprobaban lo que anunciaban los carteles al lado de las puertas, y además, presos de la indecisión, preguntaban continuamente a los que se cruzaban en su camino.
Pero todo eso había dejado de existir para Alberto; él seguía centrado en sus propias desventuras, y no prestaba atención a todo ese movimiento. Estaba como ausente, e inmerso en sus pensamientos, nada de todo aquello le inmutaba. No era para menos.
Había recibido el mayor mazazo de su vida. El único que verdaderamente puede importar. No más de tres semanas de vida le había pronosticado el médico.
Errante por aquellos pasillos, sin saber cómo, de pronto se encontró a las puertas del macro hospital, por donde, todavía dos horas antes había entrado confiado y con bastante buen humor. En realidad él se encontraba bien, a excepción de aquel dolorcillo en el costado que iba y venía y al que nunca prestó importancia. Hasta ahora.
Había llegado confiado en que lo de hoy era un trámite más de las periódicas visitas al médico, y todavía antes de entrar estaba maravillado del espléndido día que hacía. Y ahora, mirando sin ver la explanada que se extendía ante él, intentaba hilvanar sus pensamientos, y asustado, ni se percataba del agradable ambiente primaveral que se respiraba.
Sin fuerzas e incapaz de ver el lado positivo de la vida que él tan bien sabía aconsejar a los demás, descendió las escalinatas como un autómata. Tampoco sabía a dónde iba. La preocupación absorbía toda su atención. Sus pensamientos solo repasaban la fatal noticia que acababa de recibir, y se repetía una y otra vez: “¿por qué a mí? Precisamente ahora que comenzaba a disfrutar de la vida, con tiempo para mis aficiones, sin agobios económicos… ¡qué jugada me ha deparado la vida! ¡Cuánta ironía nos tiene reservada el destino!”.
Y como si de una película antigua de aquellas de blanco y negro en las que apenas se aprecian los contrastes se tratara, por su mente comenzaron a pasar escenas de su trayectoria, reviviendo épocas y anécdotas olvidadas durante muchos años, cuyas secuencias se sucedían con rapidez inaudita, nebulosas algunas y nítidas otras, y al reconocer cómo se había desarrollado su vida, empezó a plantearse algunas preguntas. La que con más insistencia le martilleaba la cabeza era si había acertado en sus decisiones.
Siempre creyó que así era, pero ahora, en el umbral del portón donde todo acaba y todo comienza, no estaba tan seguro. Es más, casi creía que había errado en la mayoría de ellas. Principalmente en una importante.
Dedicó su vida al trabajo, mientras dejaba las distracciones para más adelante, preocupándose por llegar a la vejez y poder disfrutarla con tranquilidad, sin agobios, sin premuras.
¡Qué error!
¡Qué horror!

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