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miércoles, 14 de marzo de 2012

TIEMPO NORMAL


Alejandro escuchaba con agrado a sus compañeros de mesa. Era el mayor de todos ellos, con diferencia notable de edad, y a pesar de ello no discrepaba demasiado de las opiniones que allí se vertían, temas por cierto muy dispares. Se discutía tanto sobre asuntos científicos como sobre los más frívolos, pasando por los que afectan a la ciudadanía en los aspectos más elementales, como por ejemplo la carestía de la vida y las dificultades que tenían casi todos ellos para llegar a fin de mes.
Lamentablemente, el rigor de los planteamientos y el talante sin estridencias que siempre estuvo presente en aquellas tertulias, se deterioraba a marchas forzadas, hasta que a no tardar quedaron agotados por completo. Y el motivo no era tanto porque se habían incorporado nuevos personajes a la ya tradicional reunión de sobremesa como el aire de intolerancia que traían las nuevas generaciones y que en general se respiraba en la calle.
En efecto, en la tertulia se discutía ahora con furor y con resentimiento. Las nuevas tendencias entre los jóvenes, que por ignorar casi todo creen saberlo todo, trataban de imponer sus criterios hasta con malas maneras. A Alejandro le llamaba la atención de cómo la escasez de argumentos se suplía con gritos e insultos.
Y con tristeza pensaba que volvían aquellos que creen que por levantar la voz se les escucha más.
Pero con sus alaridos lo que sí conseguían era avasallar a los presentes y así impedir que otros tomaran la palabra.
La tertulia se había politizado. Y ya se sabe. Una conversación sobre política entre dos españoles significa abrir una trinchera. Y si en la conversación intervienen no dos sino seis o siete españoles, significa abrir otras tantas trincheras, puesto que cada uno tiene su versión particular, y por si alguien todavía no se ha enterado, la suya es la verdadera, que de buena tinta lo sabe.
El tema, aburrido por repetitivo, trataba sobre nuestra guerra civil, comenzando por el traidor Franco que con su golpe de estado esclavizó durante cuarenta años a todos los españoles, persiguiendo, apresando y fusilando a todo aquel que se le cruzaba en el camino. Y después, ¡las cosas que contaban! Todos aquellos advenedizos decían tener ejemplos que contar de familiares víctimas de la represión. Y cuando en alguna ocasión las describían, era siempre la misma que se había escuchado en cuarenta y cinco municipios más. Debía ser casualidad, porque se parecían como dos gotas de agua.
Y para calmar los ánimos de los exaltados, que nadie osara insinuar que eso eran secuelas propias de una guerra, principalmente si ésta es (in)civil. O decir que todos tienen sus armarios repletos de cadáveres, porque eso era entrar en un barrizal del que no era fácil salir íntegro, y en ningún caso airoso.
Un día le pidieron opinión a Alejandro como persona mayor que era para que aportara algún ejemplo, convencidos de que sus comentarios vendrían a confirmar sus versiones.
El aludido se resistió lo suyo. No quería defraudar a los jóvenes, sabiendo que no aceptarían fácilmente su visión de los acontecimientos, pero ante la insistencia de aquellos aceptó, con alguna advertencia.
-         Si me permitís os voy a contar algunas anécdotas que me contaba mi madre siendo yo pequeño, pero me tenéis que asegurar que no me interrumpiréis hasta que termine.  
Todos aceptaron y se comprometieron a estar callados. Y Alejandro respiró hondo y se dispuso a tirar de su memoria.
-         Algunos de vosotros sabéis que yo soy de origen valenciano, el último bastión de lo que quedaba de la República en los últimos días de la guerra…
Los ojos de los oyentes chispearon convencidos de que ese inicio prometía, que iba por buen camino.
Alejandro siguió su relato diciendo que en tiempo normal (su madre se refería a antes de la guerra) en el pueblo la gente vivía bastante bien. Se disponía de una economía saneada, y en cuanto a los aspectos sociales apenas existían crispaciones. Sus padres aún no se habían casado, y el grupo de amigos de su padre era de lo más variopinto.
Borrás y Pantorrilla eran los dos amigos inseparables. Después, algo más despegados, estaban el hornero, el matasanos, el campanero, el carretero y el herrero. Un grupo de amigos que el pueblo de Paiporta conocía muy bien por sus excesos y atrevimientos, que muchos disculpaban por ser propios de la juventud.
Sus apodos venían dados por la labor que ejercían sus padres, mientras que sus nombres de pila, por desuso, casi eran desconocidos. De edades comprendidas entre diecisiete y veinte años, como es normal en esas edades, los chicos mostraban muchas ganas de vivir en sus alegres reuniones y fiestas.
A excepción del matasanos que estudiaba medicina siguiendo la estela de su padre, ninguno de ellos era muy instruido, sino más bien todo lo contrario, un tanto ordinarios y bastante toscos, como la mayoría de los jóvenes de los años treinta en los pueblos de España. Paiporta, a pesar de su cercanía a Valencia, no era una excepción.
Y como casi todos ellos con solo seguir la trayectoria de sus padres tenían un porvenir asegurado, nunca escucharon esa pregunta que tantas veces planteaban a los niños: Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?
Con sus vulgaridades, a su manera eran felices. Se sentían libres, sin preocupaciones, y lo único que alteraba su concordia era cuando coincidían las pretensiones de más de uno por la misma chica. Otras inquietudes o desvelos no existían para ellos.
Con esa vida que llevaban tan despreocupada no era extraño que sus miras quedaran alejadas de los tejemanejes y confabulaciones que se llevaban los políticos en las ciudades, y principalmente en Madrid sobre el modo de gobernar a los españoles.
Y cuando en mil novecientos treinta y cinco en el pueblo comenzaron a oírse los primeros enfrentamientos entre las diferentes tendencias políticas, fue para ellos algo tan insólito que apenas daban crédito a las cosas que se decían.
No pasaría mucho tiempo y la palabra guerra comenzaría a mencionarse con frecuencia, emponzoñando con rapidez el clima social, aunque a los jóvenes del grupo afectó muy poco o nada, ajenos a las valoraciones de los señoritos de la capital. Ellos tenían bastante con trabajar al lado de sus padres y divertirse persiguiendo a las chicas del pueblo.
Pero el destino ya estaba marcado y el rumor corrió como la pólvora. La guerra, y con ella la incorporación a filas estaba en boca de todos. Nadie sabía nada en concreto, pero, ¿quién detiene un rumor una vez éste se ha desbocado?
De pronto una fiebre contagiosa recorrió el pueblo invitando al matrimonio precipitado, y los jóvenes de Paiporta se aprestaron a tomar posiciones ante las chicas en las que ya habían puesto el ojo.
Las pedidas de mano se multiplicaron, y aunque algunas de ellas se llevaron a cabo muy rápidamente, la guerra, que fue mucho más veloz, alcanzó a casi todos ellos todavía en estado de soltería.
Y naturalmente la incorporación a filas fue inmediata, aunque no para todos por igual. Siempre los hay que hasta en las situaciones más conflictivas consiguen salir airosos.
El matasanos, Borrás y Pantorrila fueron llamados a filas, con destino al frente de Madrid…
El anciano Alejandro hizo una pequeña pausa que enseguida aprovecharon los ansiosos oyentes para saber cómo seguía la historia.
-         No terminará aquí el relato, ¿no? – inquirió impaciente uno de ellos.
-         Por supuesto que no. Si acaso, más bien empieza ahora, cuando se casó mi madre, tres días antes de partir mi padre al frente.
-         Sí, pero lo que queremos escuchar son las represalias que sufrió tu padre al terminar la guerra.
-         ¡Ah, qué poca paciencia la vuestra! Las represalias, como decís vosotros, comenzaron el mismo día que desfilaron las tropas de Franco por las calles de Valencia, cuando los billetes de banco emitidos por la república fueron proscritos. De un plumazo mi madre se quedó sin un céntimo. Como todos los demás, claro está.
Todos al unísono y con alborozo levantaron sus voces para pedir venganza ante aquella atrocidad, propia del despiadado dictador, y con los ojos desorbitados pidiendo más árnica, apelaban al anciano a seguir contando las crueldades que le contaba su madre.
Cuando se hizo el silencio, Alejandro continuó exponiendo sus recuerdos, y cuando añadió que pocos días después de aquel desfile victorioso se hizo público un bando en el que se exigía a todos los valencianos a entregar a las autoridades las joyas y objetos de oro que mantuvieran en su haber, el alboroto que se desató entre los oyentes exigiendo compensaciones a tanto desagravio ahogó cualquier otro comentario.
Mucho rato duró el desconcierto entre aquella gente que, a tenor de sus expresiones, dispuestos estaban a salir a la calle y prender fuego al mundo entero. Tal era el arrebato que les embargaba.
¡Venganza! – gritaban. Y añadían a voz en grito la exigencia de un resarcimiento inmediato para Alejandro por todo lo sufrido.
Cuando se calmaron, el mismo de antes interpeló de nuevo a Alejandro que, por el tono empleado, parecía conocer de antemano la respuesta.
-         Por todo lo que cuentas, no me cabe la menor duda de que tu odio al franquismo será infinito.
La risa irónica que reflejaba su semblante tras su precipitada deducción se vio pronto truncada. El anciano, como les advirtió, no había terminado su exposición.
Efectivamente. Alejandro vino a decir que si no le hubieran interrumpido, como él les había exigido antes de empezar, el relato habría tenido otro curso y ahora no se vería en la necesidad de tener que explicar lo que seguramente no les iba a gustar, y por eso consideraba que no podía odiar al franquismo.
Su madre se casó y tres días más tarde, su padre partió al frente. Él a cumplir lo que le ordenaban, y ella confiando que las autoridades cumplieran las promesas que pregonaban.
Cuando seis meses más tarde su padre, herido, regresó al pueblo, lo que se encontró no le gustó nada en absoluto. Es más, se enfureció como un poseso.
Entre los desquites y represalias personales que se sucedían en la retaguardia en el convivir cotidiano, se enteró que habían matado al médico, el padre del matasanos. Se fue directamente a ver a los responsables, entre los que precisamente figuraba algún amigo suyo, el hornero y el herrero.
-         Pero, ¿me podéis explicar por qué habéis cometido un acto tan abominable?
-         Muy simple – respondieron al unísono aquellos dos que, encima aún se mofaban del hecho – era médico.
-         ¿Y no tuvisteis en cuenta que era el padre de nuestro amigo?
-         Qué tonterías dices. ¿No era un rico? Pues, fuera los ricos.
-         En qué os habéis convertido. No os reconozco. Su hijo en el frente, defendiéndoos, y vosotros matando a su padre.
-         Todos defendemos lo mismo. Vosotros matáis en el frente al mismo enemigo que nosotros eliminamos aquí.
El grupo de oyentes, menos alborotador ahora, todavía hizo algún intento de justificar a los amigos del padre de Alejandro, pero sin demasiado coro.
El anciano siguió contando que su madre le decía que la herida de guerra no le dolió tanto a su padre como la que le habían causado sus antiguos amigos.
Una vez recuperado de sus heridas, las físicas que no las morales, el padre de Alejandro se reincorporó al frente, esta vez al de Teruel. Allí se rencontró con Borrás y el matasanos, que sabía de la muerte de su padre pero no las causas. El padre de Alejandro, por respeto, no las mencionó.
En una salida de reconocimiento, el grupo en el que formaba matasanos cayó en una emboscada y todos fueron abatidos sin casi entrar en batalla.
Casi había transcurrido un año cuando mi padre regresó al pueblo con permiso, en unos momentos que la guerra comenzaba a tener malas trazas para la república.
Y Alejandro, recordando los comentarios de su madre, contaba la alegría que tuvo su padre cuando le vio por primera vez.
-         Mi madre me decía que yo, con casi un año de edad, no quería que mi padre me cogiera en brazos porque tenía miedo de aquel desconocido.  
-         Pero la alegría de mi padre – siguió contando Alejandro – duró poco, porque pronto se percató de la escasez de alimentos que recibía mi madre, cuando él sabía de las cantidades que llegaban al pueblo, y que equitativamente repartidas eran suficientes para todos.  
Y a los de la tertulia; a esos que tanto insistieron para que contara sus memorias, por evidente, Alejandro presentía que éstas no les iban a ser gratas. Pero lanzado como estaba y a pesar de las malas caras que comenzaba a ver frente a él, el anciano no se amedrentó y añadió cómo su padre, hecho un energúmeno se presentó ante los miembros del comité, entre los que figuraba el herrero, su compañero de aventuras en tiempo normal, y les dijo de todo menos guapos. Los puso a caldo y, cual no sería su estado de excitación que nadie se atrevió a levantarle la voz.
Y no solamente eso, sino que además exigió la entrega inmediata de todas aquellas raciones que no habían entregado a su mujer en el último año. Y como alguien comenzó a poner excusas, mi padre hizo mención de echar mano a la pistola y, sin llegar a tener que hacer uso de ella, media hora más tarde en un carrito de mano se llevaba las raciones que de buena manera le pertenecían.
Los tertulianos no soportaron que Alejandro dijera algo negativo de la república o de aquellos que la defendían y comenzaron con improperios contra el anciano diciendo que estaba mintiendo, que todo eso que decía eran maquinaciones de la derecha, que era un fascista…
¿Alguien se acordaba de lo que decían apenas media hora antes cuando clamaban venganza por los daños que sufrió Alejandro?
Y no solamente eso, sino que por lo visto también se olvidaban de que el padre del anciano estuvo en el frente defendiendo la república.
-         Seguramente pertenecería a la quinta columna – llegaron a decir en su diatriba.
Los ánimos se caldeaban por momentos, y pronto comenzaron a increpar al anciano, y de las palabras enseguida pasaron a las manos, primero zarandeándolo, después algún golpe que otro, y rápidamente entre injurias calumniándolo de franquista y traidor lo echaron al suelo, dándole golpes de todo tipo, patadas…
El anciano pensaba que no sería capaz de soportar tanto castigo y cubriéndose la cabeza con las manos solamente pensaba que esta jauría de cafres iba a acabar con su vida, incapaz ninguno de ellos de entender la convivencia con el debido respeto a los demás.
Y en medio de aquel fragor de insultos y golpes, Alejandro aún tenía arrestos para gritarles que sin tolerancia no tenían futuro. Eso sí, con pocas esperanzas de que entendieran sus palabras.
En esos críticos momentos recordó las palabras de su madre cuando le contaba la madrugada que vinieron a llevarse a su padre, entre los que no faltaron algunos de sus antiguos amigos. Fue pocas horas después de recoger los alimentos. Y su madre sabía que a esas horas no se trataba de una invitación a una fiesta.
En sus últimos instantes de lucidez el anciano todavía pudo discernir que aquellos que acabaron con la vida de su padre fueron los mismos que ahora acabarían con la suya.
Habían transcurrido tantos años y no habían aprendido nada.

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Salvador Moret
Marzo, 2012

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